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Capítulo X: Si El Padre No Le Trajere

Ninguno puede venir a mí,  si el Padre que me envió no le trajere. (Jn. 6:44) 

Que "todo el que quiera, puede venir" es absolutamente cierto. Igual que es también seguro que todo el que vaya será recibido. Nadie que ha ido a Cristo por salvación ha sido rechazado. Nunca nadie se acercó al río de agua de vida, sediento y abatido, y se le negó beber. El que viene a comer el pan de vida no se irá de vacío. El que quiere venir a Cristo no tiene por qué dudar; no debe temer ser defraudado o avergonzado. Todo el que pide, recibe. El que busca, halla. Al que llama, se le abrirá. De esta base cierta podemos depender; esto es el evangelio. Y el evangelio es la promesa de aquel que no puede fallar jamás. Y esta promesa es tan indubitable y segura para todo el que viene a Cristo, porque ese venir supone que, antes incluso de querer, la gracia de Dios ya ha obrado en el corazón y ha dispuesto la voluntad para hacerlo. La gracia siempre es primero. El venir del pecador es fruto de ser traído por Dios. 

Esto es algo que experimenta todo el que es salvo por gracia. El que va a Jesús experimenta en ese acto la dirección maravillosa y la gracia eficaz de Dios, y eso en tal forma que la dirección y la gracia es antes y produce el ir a Cristo subsiguiente. El que es salvo reconocerá con toda seguridad que esto es así. Un hijo regenerado de Dios nunca presentará su salvación como el resultado de su propia iniciativa. Nunca dirá que hubo algo de su parte que precedió a la acción de la gracia de Dios; que primero quiso ir y luego la gracia lo capacitó; que primero aceptó a Cristo y por eso Cristo le recibió; o que primero abrió su corazón y por eso Cristo pudo entrar. Ved las oraciones de los que son salvos, y  tendréis la prueba de lo que digo. Todo arminianismo y toda arrogancia del libre albedrío quedan silenciados, pues en tal oración se está hablando con Dios. Uno puede presumir en presencia de los demás sobre el poder del pecador para ir o no a Cristo; pero todo es muy distinto cuando se está delante de Dios, Entonces todo se tiene que atribuir a la gracia divina. Delante de la presencia de Dios desaparece el arminiano. ¿Podrá oírse delante de Dios una oración arminiana como esta: "Te doy gracias porque has esperado hasta que a mí me pareció bien acudir, y has llamado repetidamente hasta que decidí abrir el corazón; y también porque me has dado la gracia cuando estimé oportuno recibirla"? ¿Se mostrará ante Dios la misma altanería que delante de los hombres? No. En la presencia de Dios es inútil mentir; por lo tanto, el pecador siempre atribuye en su oración todo a Dios y nada a sí mismo. Entonces dejará de pregonar el libre albedrío, y dirá: "Gracias mi Dios, porque tu gracia irresistible venció toda mi oposición; y porque abriste y entraste en mi corazón; y tú me llevaste para que yo pudiera ir". Esta es precisamente la razón de la seguridad y el ánimo del pecador cuando va a Jesús. El mismo hecho de experimentar que está siendo llevado por el Padre, es su garantía de que será recibido con toda seguridad. 

Esta es la clara enseñanza de la Sagrada Escritura. 

A través del profeta Jeremías, dice el Señor a su pueblo: "Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia". La misericordia es primero y esta es, a la vez, manifestación del amor eterno de Dios. El fruto de esto es que "clamarán los guardas en el monte de Efraín: levantaos, y subamos a Sión, a Yahvéh nuestro Dios" (Jer. 31:3,6). El querer ir al Dios de nuestra salvación es el resultado de ser atraídos por él mismo. Con unas bien conocidas palabras se lo dice Cristo a los de Capernaum: "Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero. Escrito está en los profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Así que, todo el que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí" (Jn. 6:44,45). Parémonos un momento a considerar este importante pasaje. Nos enseña, en primer lugar, que para que el pecador pueda ir es indispensable que sea llevado por la gracia de Dios. Si el Padre no lo lleva, es imposible que el pecador vaya. Nadie PUEDE, excepto que el Padre lo lleve. Lo cual no debe entenderse como si pudiera darse el caso de un pecador que realmente quiere y anhela ir a Jesús, pero que se encuentra impedido por algún poder constrictivo. Ese caso no existe. Lo que ocurre es que el pecador no tiene poder, ni lo quiere, para ir a Cristo. Tanto el querer como el ir dependen completamente de la acción de llevar que por gracia realiza el Padre. En segundo lugar, este pasaje explica el hecho de ser llevados por el Padre como un ser enseñado por Dios, lo que da como resultado que el hombre oye y aprende del Padre. Puede comprenderse de inmediato que esto no se refiere a la predicación externa de la Palabra que hacen los hombres. La simple predicación externa del evangelio no puede lograr de ninguna manera que toda la audiencia oiga y aprenda del Padre; mucho menos puede lograr que alguien vaya a Cristo. Mas el Señor habla aquí de ser enseñados por Dios, de una iluminación espiritual que resulta en un conocimiento espiritual del pecado, de Dios, de Cristo y de las cosas que afectan a la salvación; lo que da como resultado el acto espiritual de ir a Cristo. Y, finalmente, notemos también que el fruto de este llevar y esta enseñanza divina es seguro e infalible, porque "todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí". 

¡Todo el que quiera, puede venir! Porque el que quiere ya ha sido enseñado para querer y venir por el poder eficaz de la gracia. Y será recibido. 

La misma verdad se repite de otra forma en Juan 6:65: "Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre". Igual que el versículo 44, éste expresa la misma imposibilidad, la más completa incapacidad del hombre natural para venir a Jesús. ¿Cómo irá a Cristo el pecador? ¿Logrará persuadirle la mera predicación del evangelio? La predicación de la cruz concierne a cosas espirituales; y el hombre natural "no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente" (1ª Co. 2:14). Por lo tanto, esto le tiene que ser dado por el Padre. La voluntad y el poder para venir a Jesús son dones de la gracia. Por esa razón puede decir triunfante el Señor en medio de la oposición y abandono de la multitud en Capernaum: "Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y el que a mí viene, no le echo fuera" (Jn. 6:37). 

¿Qué es este llevar por el cual los pecadores van a Cristo? 

Permitidme contestar, en primer lugar, y en un sentido general, que se trata de una operación espiritual de la gracia de Dios, a través de Jesucristo y por el Espíritu de Cristo, por medio del evangelio, en lo más profundo de nuestro corazón -de donde manan todos los aspectos de la vida- afectando al hombre total: con su mente y voluntad y todas sus emociones y deseos. Somos llevados por el Padre, pero esto no se hace sin Cristo como mediador de nuestra salvación; tal como lo declaró nuestro Señor antes de su muerte: "Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo" (Jn. 12:32). A través de la cruz el Señor fue levantado a la gloria de la resurrección y la posición más excelsa a la diestra de Dios. Y en cuanto Cabeza de la Iglesia, recibió la promesa del Espíritu, para llevar por él a todos los suyos consigo a la gloria. El  Padre nos lleva, y también Cristo, no como si fueran dos acciones separadas, sino de tal manera que el Padre lo hace a través del Hijo como el Mediador de nuestra Salvación. 

En este acto de ser llevados, lo mismo que en el de ir a Jesús, pueden distinguirse cuatro elementos. El primer paso en el proceso de ir a Jesús es el de la contrición: el verdadero dolor según Dios. Y a este verdadero dolor por el pecado en el pecador, corresponde el acto divino de la convicción de pecado, que es la causa de ese dolor. Sólo el que ha sido puesto bajo la convicción de pecado por el Espíritu de Cristo, puede tener una verdadera contrición. El Padre lleva; el pecador va: lo que significa, por lo tanto,  básicamente que el Padre convence de pecado y que el pecador se arrepiente. Esta obra, sin embargo, no debe confundirse con esa otra operación de Dios en la conciencia de cada pecador, por la que les inscribe la sentencia de su culpa y condenación y les hace asumir su responsabilidad. Cada hombre siente que es responsable delante de Dios por su pecado. No puede desembarazarse ni por un momento de ese sentido de responsabilidad. Cada pecador siente que está condenado delante de Dios. Y esto también es una obra de Dios por medio de su Espíritu. Incluso los gentiles tienen la obra de la ley escrita en sus corazones, de manera que sus conciencias les sirven de testigos (Ro. 2:15); y el Espíritu convence al mundo de pecado porque no creen en Cristo (Jn. 16:9). Pero esta es una consciencia de pecado que se caracteriza sólo por el miedo y el terror, y que provoca la huida del pecador ante la presencia del que está sentado en el trono, pidiendo a las montañas y rocas que le cubran. La convicción de pecado para salvación es sustancialmente diferente. Es una convicción de amor. Es cierto que también ésta hace que el pecador tema y tiemble delante de la majestad de un Dios justo, pero, no obstante, no intenta huir ni ocultarse, sino, más bien, se acerca a él en verdadero dolor porque ha ofendido a este Dios santo, y une su voz a la de Dios reconociendo su condenación; y ora en el amor de Dios, aunque sea con temor y temblor: "Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad" (Sal. 139:23,24). Esta convicción de pecado no puede ser la obra de un predicador, ni tampoco del pecador mismo; es solamente la obra de la gracia soberana. Y sin ella jamás podrá el pecador dar el primer paso hacia Jesús. ¡Nadie puede ir a Jesús, si el Padre no lo lleva! 

El segundo paso es el reconocimiento; por éste el pecador contempla a Cristo como el Dios de su salvación, como la plenitud que llena su propio vacío, como la justicia que borra su injusticia; como la vida que vence a su muerte. En correspondencia con este acto de reconocimiento espiritual en el pecador, está la iluminación espiritual por la que Dios le revela a su Hijo. Cuando Dios convence de pecado a una persona, no la deja en la desesperación de su condenación, sino que le muestra a Jesús en toda su plenitud salvadora. Esta iluminación espiritual no es lo mismo que la luz natural por la que el pecador puede conocer todo acerca de Cristo y, hasta cierto punto, reconocer y admitir su belleza como el mejor de los hombres, como uno que fue profundamente consciente de la Divinidad, como un gran maestro o un ejemplo excepcional; pero no lo contempla nunca como la justicia de Dios, y la cruz le es locura. El Cristo de la Escritura, igual que antes, también ahora es crucificado por el pecador. Una buena muestra de esto la tenemos en el modernismo, cualquiera que sea su manifestación. El hombre natural no comprende las cosas del Espíritu, "para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente" (lª  Co. 2:14). Y este discernimiento no puede producirlo la mera predicación del evangelio. El Señor Jesús, contemplando el resultado de su propia predicación, le da gracias al Padre porque escondió esas cosas de los sabios y los entendidos y las reveló a los niños (Mt. 11:25); y también enfatiza que nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar (Mt.11:27). Cuando el Padre nos lleva, nos revela a Jesús en todo su poder salvador; e ilumina de tal manera nuestro entendimiento que lo contemplamos como el Deseado sobre todas las cosas, como el Redentor y Libertador del pecado y de la muerte que necesitamos. Nos abre los ojos para que veamos en Jesús todas las riquezas de su gracia en la plenitud de su justicia y vida. Abre nuestros oídos para que podamos oír la Palabra de la cruz como el poder de Dios para salvación, el poder de Dios con el que nos lleva y nos hace buscar a Cristo como el precioso Salvador, el Dios de nuestra salvación. 

Sin embargo, el Padre, a través del Espíritu de Cristo, no sólo afecta a nuestro entendimiento para que conozcamos al Salvador espiritualmente, sino que también opera, por el mismo Espíritu, sobre nuestra voluntad y deseos para que anhelemos y deseemos poseerle. Este anhelo o aspiración, ya dijimos en otro lugar, es el tercer paso en el ir a Cristo. A lo cual corresponde el tercer elemento en la obra de llevar que realiza el Padre, y que podemos llamar seducción o atracción. El hombre natural no ve ningún atractivo en Cristo y su justicia. Es carnal y, por tanto, piensa en las cosas de la carne. Y la mente carnal es enemistad contra Dios. Su voluntad está corrompida, y todos sus deseos son impuros. No tiene hambre ni sed de justicia. Y la mera predicación del evangelio no puede producir esos deseos de justicia y perdón de pecados. Pero cuando el Padre lleva, y por el poder de su gracia obra sobre la voluntad del pecador, entonces la cambia y la vuelve por completo, instalando en el corazón nuevos deseos para que el pecador anhele la justicia y la remisión de los pecados para tener comunión con el Dios vivo por su amor y misericordia. Y contemplando a Cristo como el único camino al Padre, suspira con fuertes deseos de poseerle y poder decir: "¡Mi Jesús, te amo; yo sé que eres mío!" 

Y así, debido también al poder directivo del Padre, a través del Espíritu de Cristo, el pecador, finalmente, da el último paso en el ir a Jesús: el de la apropiación. A este acto del pecador corresponde la operación de la gracia de Dios a la que la Escritura llama sellar. Porque hemos sido "sellados con el Espíritu Santo de la promesa" (Ef. 1:13). Es por el Espíritu de Cristo, el Espíritu de la promesa, que se nos da personalmente la promesa de Dios, esa promesa de redención, reposo, satisfacción, perdón, justicia, y vida; de manera que tenemos plena certeza de que la promesa de Dios es para nosotros. Y por este Espíritu, el amor de Dios, es decir, no nuestro amor a él, sino su amor a nosotros, revelado en la muerte de su Hijo, es derramado en nuestros corazones para que tengamos confianza de que Cristo murió por nosotros, y que,  no sólo a otros, sino a nosotros también, personalmente, nos da remisión de pecados y vida eterna. Así estamos asegurados de que Cristo es nuestro, y de que nos apropiamos de él y de todos sus beneficios; y con determinación y ánimo confesamos con el Catecismo de Heidelberg, en su pregunta 1ª, que nuestro único consuelo tanto en la vida como en la muerte es que no somos nuestros, sino que ¡pertenecemos a nuestro fiel Jesucristo!

Esto nos demuestra por qué es tan absolutamente seguro que "todo el que quiera, puede venir". En el querer ir y en el ir mismo el pecador experimenta el poder de la gracia de Dios llevándole. Dios le convence de pecado, y él se arrepiente; Dios lo ilumina por su Espíritu, y él ve a Cristo en toda su belleza salvadora; Dios lo atrae y seduce, y él suspira por el Dios de su salvación; Dios lo sella, y él se apropia de Cristo y de todos sus beneficios. ¿Cómo podrá ser echado fuera jamás? ¡El que va a Cristo de esta manera, nunca será avergonzado!