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Capítulo V: Al Pan De Vida

Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo.
(Jn. 6:33)

Uno de los milagros más asombrosos de la antigua dispensación fue la alimentación del pueblo de Israel, diariamente, con el pan llovido del cielo: el maravilloso maná. ¡Qué misterioso, qué inexplicable era este pan del cielo! Su apariencia era como una cosa menuda, redondo, como semilla de culantro, semejante a la escarcha. Caía cada mañana, y nunca faltó; mas el sábado era en vano ir a recogerlo. Suplía a los hijos de Israel día a día; si pretendían guardarlo de un día para otro, se les corrompía en sus despensas. Sin embargo, lo que recogían el día sexto para el sábado nunca se estropeó. Tenía que ser recogido al amanecer, pues saliendo el sol se derretía; aun así, era tan sólido como para ser majado en el mortero y cocido en el fuego. Su destinatario era exclusivamente el pueblo de Israel, pues caía sólo alrededor del campamento; y su duración fue solamente durante el tiempo de la travesía del desierto. Jamás antes, ni después, se vio algo parecido. En términos actuales, el maná debió ser una comida muy sabrosa y saludable, con todas las vitaminas necesarias, pues fue capaz de mantener vivas y fuertes, durante cuarenta años, a más de un millón de personas. Sin duda, el maná llovido del cielo ha sido una de las señales más extraordinarias que la tierra ha contemplado.

De manera similar, una de las maravillas más ilustrativas de las que realizó nuestro Salvador durante su ministerio público, fue la alimentación de los cinco mil a orillas del mar de Tiberias. Cinco panes y dos pececillos fueron multiplicados en sus manos hasta que hubo suficiente comida para cinco mil hambrientas personas, y los discípulos aun llenaron doce cestas con lo sobrante. No es extraño que la multitud, llena de entusiasmo por lo que vieron sus ojos, quisiera coronarle rey a la fuerza. Habían oído por Moisés del maná en el desierto, pero este milagro sobrepasaba en gloria, porque aquí sólo tuvieron que sentarse y recibir el alimento ya listo para comerlo.

Sin embargo, tales signos del poder maravilloso de Dios, que tienen lugar en la esfera de lo natural y terreno, fueron sólo indicadores de la suprema y más misteriosa maravilla de la gracia en la esfera de lo espiritual y celestial. Pues con referencia al maná en el desierto, el apóstol Pablo escribe en 1ª Corintios 10:3, que "todos comieron del mismo alimento espiritual". Y "el maná escondido" es la promesa para los santos victoriosos (Ap. 2:17). Al día siguiente de la multiplicación de los panes, al encontrarse Jesús con los que se habían saciado, les recriminó que sólo lo seguían por el pan terreno, pero no vieron la realidad de aquella señal; y les explicó su significado, presentándose él mismo como el pan de vida. "Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo ... Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre ... Yo soy el pan vivo que descendió del cielo ... El que cree en mí tiene vida eterna" (Jn. 6:33­51).

Es evidente, por tanto, que quien vaya a Jesús tiene que ir a él como el pan de vida. Y está claro que el querer venir y comer de ese pan presupone e implica que se tiene hambre, hambre espiritual. Los muertos no comen. Los que están saciados no buscan pan. Para venir a Cristo hay que tener apetito espiritual. En ese sentido es verdad que "todo el que quiera, puede venir". Debemos investigar, pues, qué significa que Jesús sea el pan de vida; cómo se puede comer ese pan, y quién tiene la voluntad para venir a comerlo.

Para comprender el sentido figurado de la expresión "pan de vida", debemos recordar que "no sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Dt. 8:3; Mt. 4:4). Lo cual no significa que el pan no nos sustente a menos que Dios lo bendiga, sino que el hombre es más que las bestias, que tiene una vida más excelsa, y que su alimento no puede limitarse al simple pan material, sino que depende de la Palabra de la gracia de Dios. El animal es puramente terrenal y físico: puede vivir sólo de pan. Pero el hombre es una criatura adaptada a una vida superior: la vida espiritual en comunión con Dios.

El dicho "comamos y bebamos, que mañana moriremos" (que parece el lema de nuestro carnal y desquiciado siglo), representa la negación de la naturaleza humana y la necesidad más profunda del hombre, colocándolo a un nivel inferior al de las bestias. El hombre tiene una vida superior que no la puede satisfacer ni con el pan material, ni con todas las cosas de este mundo, ni con todos los productos de la cultura y la civilización: esa vida sólo puede quedar satisfecha y sustentada por el favor de Dios.

Que este es el significado del texto que hemos citado, se demuestra por su contexto original en Deuteronomio 8:3, así como por el uso que hace nuestro Señor en réplica a la primera tentación del diablo. En Deuteronomio 8:3 leemos: "Y te afligió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná, comida que no conocías tú, ni tus padres la habían conocido, para hacerte saber que no sólo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Yahvéh vivirá el hombre". El maná era un signo del favor de Dios sobre su pueblo, y en ese sentido, era comida espiritual (1ª Co. 10:3). El Señor cita este pasaje cuando el demonio le tentó a que demostrara su poder al convertir las piedras en pan, dejando así el camino del sufrimiento, desobedeciendo al Padre, y perdiendo su favor. Cristo prefiere más bien sufrir el hambre que perder la comunión con Dios, porque el hombre no vive sólo de pan.

¡Qué verdad es para el hombre la bella expresión del Salmo 63!

"Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela,

En tierra seca y árida donde no hay aguas".

Y luego:

"Porque mejor es tu misericordia que la vida;

Mis labios te alabarán.

Así te bendeciré en mi vida;

En tu nombre alzaré mis manos.

Como de meollo y de grosura será saciada mi alma,

Y con labios de júbilo te alabará mi boca.

Cuando me acuerde de ti en mi lecho,

Cuando medite de ti en las vigilias de la noche".

Esto no sería así si el hombre fuera como las bestias. No. El hombre es una criatura adaptada para llevar la imagen de Dios. Los dedos de su Creador lo formaron y le infundió en su nariz el aliento de vida. En parte, es verdad, correspondía a la tierra y a las cosas terrenas, pero también a Dios. Fue creado con un corazón de donde mana su vida, y se le invistió originalmente con la imagen de Dios. Se le dotó con el verdadero conocimiento para que pudiera conocer a su Creador en amor; fue formado en perfecta justicia para que pudiera querer la voluntad de Dios; y en santidad inmaculada para que pudiera consagrarse a sí mismo y todas las cosas al Altísimo. Tenía sed de Dios, pero siempre satisfecha. Todas las cosas le mostraban a Dios; vivió en su comunión, gustó su gracia, y le amó con todo su corazón, con toda su mente, con toda su alma, y con todas sus fuerzas. La gracia de Dios era para él el pan de vida. Tal era su existencia. Esta es la vida verdadera.

Toda la vida del hombre, sin esta comunión con Dios, apartado de él y bajo su ira, no es más que muerte. Podrá comer y beber, podrá trabajar y disfrutar con todas las cosas de este mundo, podrá mejorar su existencia terrena con los logros de la cultura, el arte y la ciencia; pero si no tiene nada más que esto, entonces está realmente muerto.

Y no más que muerte es por naturaleza el hombre sin Cristo.

No creyó que su vida dependiera de la Palabra que sale de la boca de Dios: la rechazó y se volvió a la mentira y al diablo. En contradicción con esa Palabra, vio que el árbol era bueno para comer y dar la sabiduría. Dejó la verdad y siguió la mentira. Lo que obtuvo fue la muerte: perdió sus derechos y el favor de Dios, y pasó a ser objeto de su ira, bajo la cual perece para siempre. La imagen de Dios se le tornó en lo opuesto. En lugar de su conocimiento original de Dios, ahora tiene la mente entenebrecida, amando y siguiendo la mentira y la vanidad. Donde tenía justicia, ahora opera la iniquidad, por lo que su voluntad se ha corrompido y está motivada por la enemistad contra Dios. Donde había santidad, ahora tiene corrupción en toda su naturaleza, de manera que en vez de consagración, levanta su puño altivo contra el Todopoderoso. Se convirtió en hijo de su padre, el diablo. Esto es lo que ha quedado. Esto es el hombre por naturaleza. Y cualquiera que lo niegue, y proclame que todos los hombres son por naturaleza hijos de Dios, estará engañando a la gente y apartándola de Cristo. A tal grado llega su muerte por naturaleza, que el hombre no tiene, ni puede querer tener, hambre y sed del Dios vivo. Tan realmente muerto se encuentra, que tiene que ser resucitado. ¡Tiene que nacer otra vez para que pueda vivir!

Ahora bien, Cristo es el pan de vida precisamente para esos pecadores que están muertos en sus delitos y pecados. Es el pan que Dios ha preparado para que los que coman de él tengan vida eterna. Y esta vida no es meramente algo que no tiene término, sino vida en comunión y amistad con Dios en el grado más alto posible, esto es, en gloria celestial. A esa vida hemos sido renovados por el Dios de nuestra salvación, vida eterna de inmortalidad e incorrupción en el tabernáculo de Dios, donde le veremos cara a cara, y le conoceremos como fuimos conocidos; y todo ello a través de Jesucristo. El es el verdadero maná que descendió del cielo, el pan de vida: el Hijo de Dios que se hizo carne y fue crucificado, que resucitó de los muertos al tercer día y fue glorificado en las alturas, el Espíritu vivificante. Cristo es el pan de vida porque en él hay plenitud de gracia, la gracia que los pecadores necesitan para tener vida. En él hay justicia, justicia perfecta y eterna, para los pecadores que en sí mismos son culpables y dignos de muerte eterna; una justicia que es suficiente para vencer y borrar todos los pecados de los que son en sí mismos hijos de ira, y hacerlos dignos de la gloria de la vida eterna, la cual ni aun Adán en el estado de rectitud conoció, ni podía haber obtenido. En él está el poder para librar completamente del yugo y las cadenas del pecado y la corrupción, y dar la perfecta libertad del amor de Dios. En él hay perfecta paz, conocimiento de Dios, sabiduría, luz y vida. El Cristo de la Biblia es el pan de vida, del cual, el que comiere, no tendrá hambre jamás. Este es el verdadero maná que sustenta al pecador que ha pasado de la culpabilidad a la perfecta justicia; de la corrupción a la santidad; de la ignorancia espiritual al verdadero conocimiento de Dios; de la necedad a la sabiduría; de las tinieblas a la luz; de la muerte a la vida eterna.

No hay salvación, pues, sin venir a Cristo y comer. Jesús no se limita a dar el pan, sino que él ES el pan de vida. Por eso comer el pan es comer a Cristo. Igual que en el sentido natural comemos el pan, es decir, que lo cogemos, lo gustamos, lo paladeamos y lo asimilamos haciéndolo parte integral de nuestra existencia física, carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre, hueso de nuestros huesos; del mismo modo, en un sentido espiritual, tenemos que comer al Cristo de la Escritura, apropiarnos de él, gustar que es bueno, absorberlo y asimilarlo en nuestra naturaleza espiritual. Pero tenemos que comerlo no como el Cristo moderno, fruto de la invención humana. No como un gran maestro que nos enseña cómo ser buenos; ni como un buen ejemplo que debamos copiar, o algo parecido. No. Hay que comerlo como el Crucificado que resucitó de los muertos. Por eso dijo a la multitud asombrada que murmuraba en Capernaum: "Y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo". Y luego: "De cierto, de cierto os digo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él" (Jn. 6:51­56). Así, apropiándonos y asimilando en nuestra realidad espiritual a Jesús, recibimos de su plenitud gracia sobre gracia. Su justicia llega a ser nuestra también, y su conocimiento nuestro conocimiento. Su amor vence nuestra enemistad, su vida vence a nuestra muerte, ¡pasamos de muerte a vida!

Ese acto de comer el pan de vida no es una obra cumplida y terminada de una sola vez. No puedes decir: "Yo acepté a Cristo hace un año, o diez, y a causa de ese acto aislado y cerrado soy salvo y vivo en el día de hoy". Así como para sostener tu existencia física tienes que comer diariamente, del mismo modo debes asimilar y apropiarte constantemente de Cristo para tener su vida. Nuestra vida no está en nosotros, sino en él, y siempre tenemos que estar recibiendo gracia sobre gracia. Y aquí, en este mundo, ese comer el pan de vida tiene lugar por medio de la predicación de la Palabra como se nos revela en la Escritura, y por la administración de los sacramentos que Cristo mismo instituyó con ese propósito.

¡Todo el que quiera, puede venir y comer del pan de vida! Esto es cierto. No hay excepción a este "todo el que quiera". Pero ¿quién vendrá? ¿Quién quiere venir?. Seguramente dirás: sólo lo hará el que tenga hambre de ese pan de vida. El querer está motivado por el hambre; y este hambre consiste en una profunda consciencia de pecado, de nuestro propio vacío y de la plenitud de Cristo, de nuestra miseria y de su justicia, de nuestra muerte y de su vida, y en un anhelo profundo de poseer a Cristo.

Pero tendrás que admitir que el muerto no tiene hambre. Y el hombre natural está precisamente muerto, ciego y desnudo; es un miserable, enemigo de Dios, amador del pecado y de las tinieblas. Su condición es tal, que por naturaleza no sólo no quiere el pan de vida, sino que le produce náuseas y lo rechaza con repugnancia. Siempre asumirá la misma actitud de la multitud carnal en Capernaum, que al final estimó las palabras de vida de Jesús como algo duro que nadie podía oír, y le dejaron y ya no le seguían.

El querer venir a comer el pan de vida es el querer de la fe, Solamente por la fe tenemos hambre de justicia y vida. Sólo por ella reconocemos a Cristo como el pan vivo. Por fe anhelamos, por fe venimos, por fe nos unimos a él y recibimos gracia sobre gracia, y lo comemos para vida eterna. Mas la fe no es de nosotros mismos: es el don de Dios. El querer venir y comer es, por lo tanto, fruto de la gracia. Y si es así que, por la maravillosa gracia de Dios, se nos ha dado hambre, y hemos gustado la bondad del pan de vida, entonces podemos afrontar con seguridad la pregunta que el Señor hizo a su discípulos cuando la multitud de Capernaum se había alejado:"¿Queréis acaso iros también vosotros?"; y decir con Pedro: "Señor, ¿a quién iremos?, tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente" (Jn. 6:67-­69).

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