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Capítulo VII: A La Luz

Yo soy la luz del mundo. (Jn. 8:12)

En la misma fiesta de los tabernáculos en Jerusalén, donde nuestro Salvador se presentó a sí mismo como el agua de vida, invitando a los hombres a venir a él y beber; donde se proclamó como el Hijo que haría a los hombres verdaderamente libres; allí también se presentó como la luz del mundo. "Otra vez Jesús les habló, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn. 8:12). ¡Osada declaración, sin duda! No es extraño que la gente quedara asombrada de su doctrina y confesaran que él no hablaba como los escribas y fariseos, sino con autoridad. Una persona muy atrevida podrá decir, a lo sumo, que es capaz de traer alguna luz en la oscuridad de este mundo, o que puede indicar dónde está la luz. Pero el Señor no dice que puede dar alguna luz, o que puede instruir a la gente para que se ilumine a sí misma, sino que él ES la luz. Y no proclama que él sea "una" luz entre otras, sino que él es LA luz, la única luz, fuera de la cual sólo hay tinieblas. Insistió, además, que no era la luz solamente para algunos departamentos o esferas de la vida, sino la luz del mundo en su totalidad. Y promete incondicionalmente a los que le sigan que no andarán en tinieblas, mas tendrán la luz de la vida. Es claro, pues, que cualquiera que pudiese venir a Jesús, tendría que llegar a él y seguirle como la luz del mundo. Así que la voluntad para venir al Salvador está motivada por el fuerte deseo y anhelo de venir a la luz.

La Escritura habla a menudo de Cristo como la luz. En Juan 1:4­9, leemos: "En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella. Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan. Este vino por testimonio, para que diese testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él. No era él la luz, sino para que diese testimonio de la luz. Aquella luz verdadera que alumbra a todo hombre venía a este mundo". Y en Juan 3:19­21, se dice: "Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios". Y otra vez: "Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas" (Jn. 12:46).

Varios elementos llaman nuestra atención en esos pasajes. Primero, es evidente que enseñan que el mundo está en tinieblas, con independencia del significado que pueda tener esa palabra figurativa. Segundo, insisten en que Cristo es la única luz capaz de disipar esas tinieblas del mundo. En tercer lugar, representan a los hombres en sí mismos amando más las tinieblas que la luz, por lo cual no quieren venir a Cristo como la luz. Cuarto, este mismo hecho, el que la luz haya venido al mundo y los hombres amen más las tinieblas que esa luz, es su condenación, quedando expuestos y juzgados por la luz como amadores de las tinieblas. Y, finalmente, nos enseñan que sólo los hacedores de la verdad vienen a la luz.

Tenemos, por lo tanto, que intentar comprender lo que implica la "luz" como figura bíblica y "tinieblas" como su antítesis. Pues entendemos que cuando el Señor se anuncia como la luz del mundo, está usando un lenguaje figurado. Una figura bella y rica, sin duda. En la naturaleza la luz física, que Dios trajo a la existencia el primer día de la creación, es sin duda la condición indispensable para la existencia, el movimiento y la vida de todo lo que vino después. La luz es movimiento, vibración, calor, comunión, revelación, y vida en sí misma. Cuando en la Escritura se usa en sentido espiritual, tiene un significado muy rico. Denota perfección ética, espiritual y vida. Que esto es así lo demuestran los pasajes donde la figura es empleada, al igual que por el uso de las "tinieblas" como figura opuesta. Cuando el apóstol Juan escribe que "Dios es luz, y no hay tinieblas en él", no expresa simplemente que en Dios hay conocimiento; y que se conoce a sí propio con un conocimiento perfecto e infinito, sin quedar nada suyo oculto, sino que nos está diciendo que Dios es la presuposición necesaria de todas las perfecciones. Es bondad infinita, y no hay mal en él. Es Santo, y no puede tener corrupción en absoluto. Es rectitud, justicia, verdad, sabiduría, conocimiento, amor y vida. Y en la perfección de esta luz, el Dios Trino vive una vida perfecta de amistad y comunión, del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. La luz, pues, denota todas las perfecciones éticas de la bondad, la santidad, la justicia, la sabiduría y el conocimiento; mientras que las tinieblas implican precisamente lo opuesto: corrupción, impureza, iniquidad, mal, injusticia, mentira, pecado y muerte. "Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad; pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado" (lª Jn. 1:6,7). La luz es la verdad, las tinieblas son la mentira; la una es amor de Dios, la otra es enemistad contra él; la luz es rectitud, pureza, santidad y consagración a Dios; las tinieblas son corrupción, profanación y rebeldía; una es sabiduría, la otra necedad; la luz es vida en comunión con Dios, las tinieblas son la muerte, la desolación del ser que está abandonado en la ira de Dios.

Cuando nuestro Señor se anuncia como la luz del mundo, es evidente que está hablando del mundo de los hombres, de la raza humana en su totalidad. Y está claro que define a este mundo como estando en tinieblas fuera de él. Lo cual queda confirmado por otros muchos pasajes de la Escritura. El apóstol Pablo escribe que nosotros en otro tiempo éramos tinieblas, pero ahora somos luz en el Señor (Ef. 5:8); también habla de los "gobernadores de las tinieblas de este mundo" (Ef. 6:12). Los que han sido trasladados al reino del Hijo de Dios, han sido liberados del poder de las tinieblas (Col. 1:13); y han sido llamados de las tinieblas a su luz admirable (lª P. 2:9).

Es cierto que esto no supone una evaluación muy elogiosa del mundo y de lo que son los hombres por naturaleza. Y los que proclamen de una forma consistente esta verdad, deben esperar mucha oposición. Mirándolo superficialmente podría parecer, incluso, un juicio demasiado riguroso y radical afirmar que el mundo en su totalidad está en tinieblas. ¿Dónde se dejan sus civilizaciones, sus inventos y progresos, su ciencia, su filosofía, su cultura y su arte? ¿Lo condenaremos todo como tinieblas? ¿Cómo explicar las grandes obras del hombre, si todo está bajo el dominio de las tinieblas, la mentira y la corrupción? ¿No existe en este mundo suficiente rectitud y justicia, amor y caridad, nobleza y autosacrificio, verdad y honor? Aun cuando se esté de acuerdo en que algo anda mal, y que hay bastante corrupción y tinieblas entre los hombres, ¿no es un juicio demasiado duro y radical decir que los hombres sólo son tinieblas, y que, aparte de Cristo, no hay luz en absoluto? ¿No es eso un juicio demasiado severo sobre nuestro mundo moderno?

Sin embargo, tal es exactamente el veredicto de la Escritura. Y, a menos que lo aceptemos, nunca iremos al Cristo de la Biblia. 

Tenemos que intentar comprender esta verdad. Dios creó al hombre en la luz y lo revistió con muchos dones excelentes. Recibió la luz de la visión de los ojos para que pudiera percibir el mundo a su alrededor. Se le dio la luz del entendimiento para poder comprenderse y conocerse a sí mismo como la obra de Dios. Fue creado con la luz espiritual del amor de Dios para que pudiera conocerle correctamente, consagrarse con todo su ser, caminar delante de él en justicia, y vivir en la comunión de la amistad con su Creador: el siempre bendito Dios. Tenía la luz de la vida; creado a imagen de Dios. Sirviéndole, caminaba en la luz. Pero él mismo se precipitó en las tinieblas. En desobediencia voluntaria, rechazó la Palabra de Dios y aceptó y siguió la mentira del diablo. Por lo cual se convirtió en culpable, digno de muerte, y objeto de la ira de Dios. Al haberse separado de la comunión con Dios, su entendimiento se convirtió en tinieblas, y así amó la mentira; su voluntad se pervirtió; ahora el hombre es rebelde y con el corazón endurecido, corrupto y depravado en todos sus deseos. Esas son sus tinieblas. Se extinguió la luz de la imagen de Dios, y en su lugar toda su naturaleza se desarrolló en las tinieblas de la ignorancia y la necedad, la injusticia y la falta de santidad. Su amor a Dios se tornó en enemistad. Y convertido así en tinieblas, en ellas caminó para siempre.

Es verdad que en el hombre aún queda el remanente de la luz natural; todavía es una criatura moral y racional. Por esta luz se llevan a cabo esas grandes obras de cultura y civilización que realiza el hombre natural. En esa luz también conoce que hay Dios y que se le debe adorar, glorificar y servir. Por ella discierne la diferencia entre el bien y el mal, y comprende que la ley de Dios es buena para él y que violarla significa perdición y muerte. De ahí que trate de adaptar externamente su vida a esa ley, y hable de rectitud y justicia, de verdad y honestidad. Pero, aun así, ama las tinieblas y en ellas camina. "Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles" (Ro. 1:21­23). "Todos están bajo pecado. Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios; su boca está llena de maldición y de amargura. Sus pies se apresuran para derramar sangre; quebranto y desventura hay en sus caminos; y no conocieron camino de paz. No hay temor de Dios delante de sus ojos" (Ro. 3: 9­18). Eso es el hombre ahora; y esto es verdad de cada uno en particular. Verdad que se hace patente en nuestro mundo moderno de muerte y destrucción, de aborrecimiento y codicia, de adulterio y concupiscencia. En lo que respecta al hombre, esta situación no tiene salida en absoluto. Ni la educación y las reformas, ni la cultura y la civilización, ni la filosofía o la ciencia, pueden sacar de las tinieblas al hombre. Todas estas cosas se mueven precisamente dentro de la esfera de las tinieblas y están al servicio del pecado y la corrupción. Su fin inevitable es la muerte y desolación eternas.

Cristo es la luz capaz de vencer y disipar las tinieblas. El es la luz del mundo, no porque sea el más grande reformador, educador, moralista, creador de carácter, científico o filósofo que jamas haya existido; ni porque hiciera más que ningún otro por salvar nuestra civilización; ni porque fuera un gran genio religioso con la más profunda consciencia de Dios. Todas estas modernas distorsiones de Cristo lo que hacen es ponerlo al nivel de nuestras tinieblas. Pero él es de arriba. Es el Hijo de Dios, coeterno con el Padre y el Espíritu Santo, Dios de Dios, Luz de Luz, que vino en carne, Enmanuel, Dios con nosotros. Él tiene luz en sí mismo, y como tal entró en nuestro mundo de tinieblas, penetrando aun en sus partes más profundas. Porque él tomó nuestros pecados sobre sí y sufrió en nuestro lugar la ira de Dios; y con la carga de nuestros pecados sobre sus poderosos hombros, descendió a la oscura morada de la muerte y el infierno, y en la perfecta obediencia de amor, ofreció el sacrificio que logró la justicia eterna para nosotros. Y así rompió las tinieblas de la muerte en la luz de su gloriosa resurrección. Y, como la luz del mundo, ascendió a lo alto, y recibió la promesa del Espíritu para, por él, disipar las tinieblas del pecado y de la muerte, y traer la luz del glorioso evangelio de Dios, la luz de la justicia y la vida, de la esperanza y el gozo eterno, a brillar en nuestros corazones. De este modo se cumplió lo profetizado en días antiguos: "El pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; y a los asentados en región de sombra de muerte, luz les resplandeció" (Mt. 4:16). 

Cuando la luz del mundo brilla en nuestros corazones, entonces somos librados del poder de las tinieblas, somos llamados de las tinieblas a la luz admirable de Dios, y se cumple en nosotros lo que el apóstol escribe en Efesios 5:8: "Porque en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor". Ahora el creyente es en esencia una nueva criatura, un hijo de luz. Las cosas viejas del pecado y de la muerte, de la iniquidad, la corrupción, la enemistad contra Dios y el aborrecimiento de unos contra otros, han pasado; he aquí todo es hecho nuevo. Guiado por la luz, la sigue y camina en ella; se arrepiente del pecado, anhela la justicia, tiene un nuevo gozo en Dios y encuentra que en guardar sus preceptos hay gran galardón. Pelea la buena batalla de la fe, y representa la causa del Hijo de Dios en este mundo. Echa de sí continuamente al viejo hombre y se reviste del nuevo, creado según Dios en la justicia y verdadera santidad. Reflejando la luz del Hijo de Dios, también él es luz del mundo, y brilla para que los hombres vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en los cielos. ¡Y mira hacia el día perfecto, cuando sea completamente liberado de todos los restos de tinieblas y camine en la luz de Dios y del Cordero para siempre!

Todo el que quiera, puede venir a Cristo como la luz del mundo, puede seguirle, y con toda seguridad experimentará la verdad de su Palabra: "El que me sigue, no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida".

Pero ¿cómo vendrá a la luz alguien que está en tinieblas? ¿Cómo vendrá a Cristo y le seguirá el pecador que ama más las tinieblas que la luz? Esto es imposible; nunca ocurrirá. Sin embargo, esa es exactamente la distorsión del evangelio que hoy están anunciando muchos. Según ellos, las tinieblas tienen que venir a la luz para ser disipadas. Muchos predicadores exhiben a Cristo, la luz del mundo, delante de los pecadores que están en tinieblas, como si Cristo quisiera iluminarlos con la luz de la vida, con tal, únicamente, que le dejen brillar en sus corazones. Mas si ellos no quieren, entonces la luz del mundo no puede penetrar para disipar sus tinieblas. ¡Han dado la vuelta al evangelio! ¡Están predicando unas tinieblas que son poderosas y prevalecen; y una luz que no sirve para nada!

Pero, gracias a Dios, la luz del mundo no depende para brillar de la condescendencia y buena disposición de las tinieblas. Es una luz soberana. No depende de la voluntad del pecador. Es irresistible. No está sujeta al pordioseo, estrategias, distorsiones y chalanerías de los modernos vendedores de Jesús, sino que envía sus penetrantes rayos allí donde le place. Las tinieblas no vienen a la luz, pero la luz brilla en las tinieblas por el Espíritu de gracia; las descubre y expone, convence de pecado y atrae al pecador a la luz de la vida. Entonces el pecador viene, y sigue; y nunca más vuelve al poder de las tinieblas. La luz continúa por siempre brillando y guiándole, hasta que, finalmente, entra en la ciudad que está iluminada por la gloria de Dios, y cuya luz es el Cordero. ¡Allí verá cara a cara y conocerá como es conocido!

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