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Capítulo II: Al Dios De Nuestra Salvación

Inclinad vuestro oído, y venid a mí. (Is. 55:3)

Seguimos tratando el tema: "Todo el que quiera, puede venir". Sin embargo, antes de continuar, sería conveniente que considerásemos esas palabras más literalmente. Ya hemos dicho que están de acuerdo con las Escrituras, siempre que se entiendan en conformidad con ellas y se les dé el sentido bíblico preciso. Teniendo en cuenta, además, que no son una expresión literal completa, aunque se refieran posiblemente a Apocalipsis 22:17. Esto es algo común a muchos himnos de invitación: que usan declaraciones que sólo se encuentran parcialmente en la Escritura, o son presentadas fuera de su contexto, lo cual puede inducir a graves errores.

 

¿Qué se entiende por "todo el que quiera, puede venir"?

La implicación natural de esas palabras es, evidentemente, que todo el que quiera está autorizado y tiene el derecho a venir, no teniendo por qué temer a que sea rechazado. Con este significado estamos plenamente de acuerdo. Sin duda, nadie buscará sin encontrar, ni pedirá sin recibir, ni llamará en vano. Nadie que venga a Jesús encontrará el camino cerrado. No obstante, hay que preguntarse algo más: ¿por qué es esto así?, ¿cómo se puede explicar que todo el que quiera tiene el derecho a

venir, y que puede estar seguro de que no será echado fuera? 

La respuesta que dan muchos, y que refleja el significado atribuido generalmente a los himnos de invitación, es algo así como "que todos los hombres, sin excepción, tienen el derecho a venir, si lo usan y persisten en ello. Cristo murió por todos los hombres, en lo que se refiere a la intención de Dios, y, por lo tanto, obtuvo el derecho de venir a él para todos y cada uno. Además, todos tienen el poder para querer ir a Cristo, sólo necesitan usarlo correctamente. En su mano está el rechazar o aceptar a Cristo. Precisamente esto es lo que se les debe proclamar. Hay que decirles a todos que tienen el derecho y el poder de venir a Cristo, persuadiéndoles para que hagan la decisión correcta. Cristo ya hizo todo lo que estaba en su poder; ahora se encuentra a la puerta del corazón del hombre llamando; y ruega y pordiosea al pecador para que le deje entrar. La llave está dentro: Cristo no puede entrar, a menos que el pecador se lo conceda. La salvación es para todos, pero es el hombre quien tiene que tomarla". 

Espero demostrar claramente que esa interpretación constituye un error pernicioso. Pernicioso y muy grave, porque con un tal Cristo que haya merecido la salvación para todos los hombres, sin excepción, pero que no pueda salvar realmente a ninguno, a menos que el pecador se lo permita, la salvación es, sencillamente, imposible. En contra de esa falsa doctrina, mantenemos que la gracia de Dios, cambiando el corazón del pecador, precede siempre al querer venir a Cristo. Ese querer es el fruto de dicha gracia. La voluntad perversa del pecador sólo puede querer venir a Cristo cuando la gracia eficaz e irresistible de Dios la cambia y la vuelve de raíz. Nadie dispone de esa voluntad en sí mismo. Es necesario pues, investigar lo que implica ese querer, y para ello, antes que nada, hay que saber a quién tiene que ir el pecador.

Alguno puede pensar que eso es muy simple: debemos ir a Jesús. Lo cual es correcto. Pero de ninguna manera será superfluo que se pregunte: ¿Y quién es este Jesús a

quien se debe venir? Si tenemos en cuenta la impresión que dejan muchos predicadores en nuestros días, Jesús tendría que ser la persona más popular del mundo. Qué otra cosa sería el que ofrece salvación de la muerte y las torturas del infierno, y llevarte a un cielo hermoso después de esta vida. Venir a él es lo más rentable: nadie paga un salario más alto. Además, no te obliga a nada: deja a tu solo criterio el que lo aceptes o no. En tu poder está el hacer una cosa u otra. Por si eso fuese poco, tienes la posibilidad de hacer tu decisión cuando te convenga, sólo te es necesario hacerla antes de morir. Realmente, ¿qué podría ser más atractivo para el hombre, que un Jesús así?, ¿qué adularía más al orgullo del pecador, que un Cristo que se encuentre a su merced para ser tomado o dejado? Sin duda, el pecador sentiría que le está haciendo un gran favor a Cristo por aceptarlo, y que es un hombre singularmente bueno al dejar que entre en su corazón; mucho más si se considera que otros hombres lo han rechazado. Por otro lado, pensaría que ha hecho el negocio de su vida, pues ha cambiado los servicios que obtenía del diablo por los del maravilloso nuevo contratado. Si fuese sólo un poco congruente, diría en su oración: "¡Oh! Dios, qué buena cosa es que yo no sea como los demás hombres, sino bueno en extremo, a tal punto de hacer posible que tú, por Cristo, me salves".

A simple vista, está claro que hay algo fundamentalmente falso en esta presentación de Jesús. Porque, en lo que se refiere a los hombres en su estado natural, no habrá para ellos alguien más impopular que el Cristo de la Biblia. Desde que Caín mató a Abel, hasta nuestros días, todo el mundo, como "mundo", siempre le ha aborrecido. Por eso mataron en la antigua dispensación a sus profetas y apedrearon a los que les fueron enviados de Dios para anunciarles a Cristo. Y cuando él mismo habitó entre nosotros, en los días de su carne, en sólo tres años de ministerio público levantó las iras y el rechazo contra su persona y obra, hasta el punto de echarlo como el más vil criminal y clavarlo en la cruz. Él mismo nos declara que el mundo le aborrece y aborrecerá también a los suyos, y que su iglesia será siempre una manada pequeña. Ante esto, es evidente que algo falla radicalmente en la presentación de un Jesús que le sea atractivo al hombre natural, y a quien cada uno tenga el poder de aceptar.

Entonces ¿qué? ¿A quién debemos ir?

La respuesta clave a esta pregunta es: ¡Tenemos que ir a DIOS!

Esta es la enseñanza de la Palabra de Dios. "Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más. Por mí mismo hice juramento, de mi boca salió palabra en justicia, y no será revocada: Que a mí se doblará toda rodilla, y jurará toda lengua. Y se dirá de mí: Ciertamente en Yahvéh está la justicia y la fuerza; a él vendrán, y todos los que contra él se enardecen serán avergonzados" (Is. 45:22­24). "Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma;

haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David" (Is. 55:3). "Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Yahvéh, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar" (Is. 55:7). "Vuelve, oh Israel a Yahvéh tu Dios; porque por tu pecado has caído llevad con vosotros palabras de súplica, y volved a Yahvéh, y decidle: Quita toda iniquidad, y acepta el bien, y te ofreceremos ofrenda de nuestros labios" (Os 14:1,2). "Por eso pues, ahora, dice Yahvéh, convertíos a mí con todo vuestro corazón, con ayuno y lloro y lamento" (Jl. 2:12). "Pero así dice Yahvéh a la casa de Israel: Buscadme, y viviréis. Buscad a Yahvéh, y vivid" (Am. 5:4,6). El Señor Jesús nos enseña que él es el camino hacia la casa del Padre, y que ninguno va al Padre, sino por él (Jn. 14:6); y es plenamente capaz de salvar al que se acerca a Dios por medio de él (He. 7:25).

Sí, tenemos que ir a Dios. "Todo el que quiera, puede venir", significa que "todo el que quiera ir a DIOS, puede hacerlo". Y tenemos que ir, no como un medio para obtener un fin, sino que el ir a él ES salvación; vamos al Dios que es DIOS, es decir, no un dios cualquiera de nuestra imaginación (que siempre sería un ídolo) sino al Dios vivo y verdadero como se nos revela en su Palabra. Tenemos que ir al Dios que mora en luz inaccesible; que es luz, y no hay tinieblas en él; que es bueno, es decir, que es la plenitud de toda infinita perfección, justicia, gracia y verdad, y en cuya presencia hay plenitud de gozo y alegría para siempre. Al que es demasiado puro de ojos para mirar la iniquidad, que ama la justicia y aborrece al impío cada momento; al que es fuego consumidor. Al grande, al glorioso, al terrible DIOS. Tenemos que entrar en su bendita compañía, en los secretos de su amistad, en su más íntima comunión, para que moremos en su casa como amigos del Amigo, gustemos que él es bueno, le conozcamos como fuimos conocidos; verle cara a cara; caminar y hablar con él; amarle como fuimos amados; tener nuestro deleite en su voluntad y glorificar su nombre para siempre. Cierto que ser salvo es ser librado del infierno, pero que se entienda bien que la tortura del infierno es sentir la ira de Dios y estar dejados y separados de él para toda la eternidad. Ser salvo es, ciertamente, ir al cielo; y el cielo es un lugar hermoso, una casa gloriosa con muchas moradas, una nueva creación y una nueva Jerusalén, con calles de oro y puertas de perlas; pero nada de esto tiene valor si no entendemos que el corazón y la esencia de todo ello es que Dios, el Padre, está allí, y que caminaremos por siempre bajo la luz de su gloria que llena la ciudad. Porque la vida eterna es conocerle (Jn. 17:3). "La vida sin Dios es muerte; buscar su rostro es el bien".

La situación de separación que supone el tener que "ir" a Dios, no era así en el principio. El hombre fue creado originalmente de tal manera que el verdadero conocimiento y la perfecta comunión con el Dios vivo eran su propia vida, y carecer de esa bendita comunión era no tener nada: sólo infierno y muerte. Su ser fue constituido de tal forma que su naturaleza estaba adaptada para llevar la imagen de Dios; para ser, en un sentido y medida de criatura, igual que Dios. Y no sólo eso, sino que fue investido con la imagen de Dios. Fue creado, pues, según la imagen de Dios: en verdadero conocimiento de él, en perfecta justicia, y santidad inmaculada. Por eso era capaz de conocer a Dios, tener comunión, amarle y ser amado, y servirle en libertad con todo su corazón, con toda su mente y con todas sus fuerzas. En eso consistía la vida y la gloria del hombre.

Pero el hombre no consideró que esto fuese su gloria, y se apartó del Dios vivo. Desacreditó su Palabra y siguió la del diablo. Violó el pacto de Dios y quebrantó su mandamiento. Se propuso buscar su vida y gloria fuera del Dios vivo. Por ello se hizo culpable, objeto de la justa ira de Dios, condenado y sujeto a la muerte. La sentencia de muerte se cumplió sobre él: se convirtió en tinieblas, corrupto de mente y corazón, esclavo del pecado y del diablo, y enemigo de Dios. Esa es su miseria. Por eso ahora tiene que volver a Dios, al Dios vivo, y el venir a él es su salvación. 

Ahora bien, ¿cómo iremos a Dios? No es posible. Porque somos culpables a causa de nuestro pecado, y sólo podemos incrementar nuestra culpa con las obras diarias, y hemos perdido todo derecho a morar en la casa del Padre. Estamos desterrados de su hogar y no tenemos derecho a regresar. No vamos a él porque está terriblemente airado con el pecado y con todos los que hacen iniquidad. ¿Cómo nos atreveremos a acercarnos al que es fuego consumidor? No podemos ir porque somos corruptos por naturaleza, y el hombre natural es enemistad contra Dios. Con Dios está la luz eterna, y nosotros amamos más las tinieblas que la luz. A causa de nuestra necedad y aborrecimiento de Dios, no iremos a él porque buscamos la felicidad fuera suya en el camino de impiedad. ¿Cómo, pues, podremos acercarnos al Dios vivo y ser salvos? Esta es la respuesta: !Dios se ha revelado a sí mismo como el Dios de salvación a través de Jesucristo nuestro Señor! De manera que la respuesta a la pregunta de a quién tenemos que ir, no ha cambiado: tenemos que ir al Dios vivo; pero ahora toma nueva forma: tenemos que ir a través de Jesucristo, porque es capaz de salvar plenamente a todos los que se llegan a Dios por él. ¡Hay que venir a Jesús para ir a Dios! porque Jesús es la revelación del Dios de nuestra salvación.

Permítanme enfatizar que es al Jesús de la Escritura al que tenemos que acudir, y no a cualquier otro Cristo de nuestra imaginación. Son muchos los modernos "Jesús" de fabricación humana: todos ellos caracterizados por el dato de que el pecador puede ir a los tales sin tener que renunciar al orgullo de su pecaminoso corazón. A uno de

estos lo podemos llamar "el Gran Maestro"; cuando se predica a este Jesús se dice que sus enseñanzas son excelentes, especialmente las del sermón del monte, y que nosotros tenemos la bondad suficiente como para recibirlas y cumplirlas. Otro de esos Jesús podría ser "el Buen Ejemplo": que caminó iluminando para que los demás le siguieran; de ahí que debamos vivir siempre con esta interrogante: ¿qué haría él en nuestro lugar? Tal vez nos topemos con "la Consciencia de Dios": este Jesús descubrió que el hombre es hijo de Dios y así lo reveló a sus hermanos. Por eso tenemos que creer en la fraternidad de Dios y establecer la fraternidad humana en el mundo. Hay que procurar un estilo de vida cristiano para todos. De tal índole es el reino que tenemos que construir en la tierra. Todos estos Jesús nos muestran lo buenos que somos, y qué poder tan grande tenemos para hacer el bien, y cómo está en nosotros el obrar por sí mismos en el favor y amor de Dios. (Toda esta zurrapa moderna, que alimenta el orgullo del pecador, nada tiene que ver con el Cristo de la Escritura!

Tenemos que acudir a Jesús, y éste no deja en nosotros nada excepto la confesión de que somos pecadores, culpables y corruptos; pecadores que deben y pueden ser salvos sólo por la gracia pura y soberana. El Cristo de la Biblia es el que vino al mundo, el Hijo de Dios, que nació de la virgen María como niño indefenso en el pesebre de Belén: la segunda persona de la Trinidad, carne de nuestra carne, hueso de nuestros huesos. Él es quien habitó entre nosotros, y por su palabra y obra nos reveló al Padre, el Dios de nuestra salvación. El Cristo de la Escritura es el que murió en la cruz del Calvario, no por sus principios morales o sociales, no como un noble ejemplo para que le imitásemos, sino porque había sido entregado por nuestras transgresiones. Puso ante Dios el perfecto sacrificio por el pecado en nuestro lugar, y dio plena satisfacción a la justicia divina por todas nuestras transgresiones. Él es quien resucitó al tercer día para nuestra justificación, levantándose a una vida gloriosa, trascendente y victoriosa; la muerte ya no tiene más dominio sobre él. Ascendió a lo alto, y fue exaltado a la diestra de Dios, y recibió todo poder en el cielo y sobre la tierra, recibiendo la promesa del Espíritu. Él es el Espíritu vivificante, el Salvador, el Señor Todopoderoso, que tiene la prerrogativa y el poder de salvar a los pecadores, es decir, de llevarlos al Dios vivo, de introducirlos en la casa del Padre para que tengan vida, y la tengan más abundante que nunca. En él contemplamos al Reconciliador, al Justificador del impío, que no nos imputa iniquidad. Él es el Pan de vida que necesitamos comer; la Fuente de agua viva de la que tenemos que beber; Él es el Camino al Padre, ¡ir a Cristo es ir a Dios a través de él!

Mas, ¿quién quiere ir a Dios?

¿Lo hará el hombre natural?, ese del que la Escritura dice que está muerto en sus delitos y pecados (Ef. 2:1); que es y ama las tinieblas más que la luz, a la cual aborrece y no quiere venir a ella (Ef. 5:8. Jn. 3:19,20); que no busca a Dios ni hay temor de Dios delante de sus ojos, y cuya mente es enemistad contra Dios (Rom 3:11,18; 8:7). ¿Tendrá ese tal hombre el querer para ir a Dios por Jesucristo? ¡Jamás! Nunca irá al Dios vivo por sí mismo.

Sin embargo, eso no quita que sea plenamente cierto y seguro que "todo el que quiera, puede venir". Porque el que tiene sed del Dios vivo, ya ha sido guiado por el Padre. Y si alguno quiere ir a Dios a través de Cristo, es porque su mente ya ha sido iluminada y su voluntad cambiada de forma maravillosa por la poderosa gracia de Dios, el cual llama a las cosas que no son como si fuesen, y da vida a los muertos. Que nadie dude de ser recibido, porque Cristo mismo lo asegura: "Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí, y al que a mí viene, no le echo fuera".

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