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Capítulo XI: El Venir y La Predicación

¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? (Ro. 10:14)

El venir a Jesús, que implica también la voluntad para hacerlo, es el fruto de esa obra de gracia que el Padre realiza en el corazón, mente, voluntad y todos los afectos del pecador, y que la Escritura designa con la palabra traer. Por ese acto del Padre el pecador es convencido de pecado, iluminado con entendimiento espiritual, atraído a Cristo y sellado con el Espíritu Santo de la promesa. Esta maravillosa operación se lleva a cabo por el Espíritu Santo, como el Espíritu de Cristo, de manera tal que rebasa nuestro entendimiento.

No obstante, este acto de atraer al pecador, por el que se le capacita para ir al Salvador, abrazarle y apropiarse de todos sus beneficios salvadores, se realiza por medio de la predicación del evangelio. Sin el evangelio nadie puede ir a Cristo. Porque, en primer lugar, precisamente el Cristo al que tiene que acudir el pecador para salvación, está revelado y presentado en el evangelio según se encuentra contenido y preservado en la Escritura. No hay otro Cristo. Sin el evangelio, por lo tanto, no existe conocimiento de él; y sin conocimiento del Salvador no puede contactar con él el pecador. Poco importa lo demás; la riqueza del cristiano se mide por el conocimiento que tenga del Cristo de la Escritura. Crecer en la gracia, igualmente, no es otra cosa que crecer en ese conocimiento. Por lo tanto, la predicación del evangelio es el medio por el cual el Padre nos lleva a Cristo. Así lo reconocen las palabras de Cristo en Juan 6:44,45: "Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere... Escrito está en los profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Así que, todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí". Este oír, ser enseñados, y aprender, tiene lugar por medio de la predicación del evangelio. Como lo expresa claramente Romanos 10:14: "¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?"

Además, la acción de la gracia tiene tal carácter que no viola la naturaleza racional y moral del pecador que es llevado a Cristo. No se trata de una acción compulsiva. Al pecador no se le fuerza a ir a Cristo en contra de su voluntad y sin comprender nada. Al contrario, la gracia hace que el pecador obre voluntariamente; de manera tal es vencido por la gracia irresistible de Dios, que se torna en alguien realmente dispuesto, y él mismo hace la elección, consciente y voluntaria, de volverse al Dios de su salvación. La gracia no destruye la voluntad, sólo la cambia. La mente no es desplazada, sino iluminada espiritualmente. El pecador es enseñado por Dios; pero precisamente por ello, la predicación del evangelio es un medio indispensable. Mientras Dios atrae al pecador por el Espíritu, lo llama por el evangelio; y de esta manera el pecador realiza consciente y voluntariamente el acto de ir al Salvador.

De esto se deriva lo tremendamente importante que es para la Iglesia de Cristo en el mundo que comprenda y sea fiel a su único y sagrado llamamiento: ¡predicar la Palabra! Pues ese es el medio instituido por Dios con el que le ha placido, en Cristo, atraer a los pecadores. Para ser llevado a Cristo, el pecador tiene que oír su voz, la propia voz de Cristo dicha a él personalmente. Ninguna otra cosa, excepto la palabra de Cristo, puede obrar para salvación. La palabra de un hombre, aunque saque su contenido de la Escritura, no es suficiente; el pecador tiene que oír la palabra de DIOS. La palabra humana no tiene poder alguno, sólo la de Dios es poderosa. Solamente ella es "viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu; las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón" (He. 4:12). Sólo la Palabra de Dios es eficaz: produce lo que declara. Dios es el único que llama a las cosas que no son como si fueran. Sólo su poderosa palabra resucita a los muertos. Cuando dice: "Sea la luz", es la luz. Cuando Cristo le dice a Lázaro: "¡Ven fuera!", el muerto sale de su tumba (Jn. 11:43,44). Cuando el mismo Cristo dice: "Ven a mí", el pecador va con toda seguridad. Esa palabra solamente la puede hablar Cristo. Nadie puede ocupar su lugar; y es absolutamente necesario que el pecador la oiga. Así lo dice el Señor: "Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán" (Jn. 5:25). Y otra vez: "Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen" (Jn. 10:27). Y el apóstol Pablo escribe en Romanos 10:14: "¿Y cómo creerán a aquel a quien (no: de quien) no han oído?"

¿Podría realmente ser de otra manera? ¿Cómo podría la palabra de un hombre; cómo los ruegos de un predicador, ocupar el lugar de la poderosa Palabra de Cristo para la salvación de un pecador? ¿Cómo creerá alguien en el Señor Jesucristo, si no es por medio de su propia Palabra? Ir a Jesús es creer en él; y creer en él es el acto de un conocimiento espiritual positivo y absolutamente cierto, junto con la más perfecta e implícita confianza en que él es la base y el supuesto necesarios de mi justicia y salvación. Por la fe me sostengo en él para la vida y la muerte; para el presente y la eternidad. Por fe vivo en medio de la muerte; por fe tengo esperanza en medio de la desesperanza. Por la fe soy indeciblemente feliz en medio de la miseria; por ella desmiento y salgo victorioso contra todas las indicaciones de mi experiencia actual: culpa, condenación, muerte, ira divina, el infierno y el diablo; y me mantengo en la confianza de que soy justificado, que vivo, que soy objeto del favor de Dios, y heredero de la vida y gloria eternas. ¡Y todo ello es verdad porque creo en Cristo!

¿Pero cómo podrá realizar un pecador tal acto de fe? ¿Descansará esa fe en la palabra de un simple hombre, aunque éste hable sobre Jesús? ¿Podrá la mera palabra humana crear esa maravillosa fe en el corazón del pecador que está muerto espiritualmente, con la voluntad pervertida, corrupto de corazón y con el entendimiento entenebrecido? ¡Te digo que es imposible! Para la fe salvadora nada puede servir de base, excepto la certeza de que estoy oyendo a Cristo, al mismo Hijo de Dios, hablarme personalmente. ¡Esa fe sólo puede ser traída por su propia Palabra, hablada por él mismo! ¡Tengo que oír la Palabra de Dios; necesito oír la voz del Buen Pastor! Tengo que oír la voz de Jesús diciéndome: "Ven a mí y descansa". Su propia Palabra tiene que llegar hasta mí, y oírle decir: "Ven a mí y bebe". Él mismo tiene que clamar delante de mi sepulcro espiritual: "¡Sal fuera, y resucita de los muertos!" Entonces, y sólo entonces, podré confiar realmente en él, descansar en él y a él acudir, apoyarme en su pecho y encontrar el reposo prometido. 

Ahora bien, ha placido a Cristo hablar esta poderosa Palabra, con la que atrae a los hombres, por medio de la predicación. La Palabra de Cristo no nos viene a través de una voz interna que la introduzca inmediata, directa y místicamente en nuestros corazones. Al contrario, el apóstol escribe: "¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?" (Ro. 10:14). Cristo instituyó la predicación del evangelio como un medio por el cual quiso atraer a sí propio a los suyos y hablarles su Palabra. De esta verdad surgen varios puntos muy importantes respecto a la predicación en cuanto tal, a los que vamos a prestar atención brevemente. 

Primero, es necesario enfatizar que predicar es ministrar la Palabra de Dios en Cristo. Lo cual quiere decir que está totalmente al servicio de esa Palabra. Es, y quiere ser, un medio para que la poderosa e irresistible Palabra de Cristo mismo sea anunciada. Si tienes en cuenta esto, concluirás de inmediato que escuchar la predicación de la Palabra es un asunto extremadamente serio. A la iglesia no vas para oír un "bonito sermón", ni a entretenerte con una espléndida oratoria, ni a descubrir las opiniones de algún erudito respecto a un determinado tema, sino a oír la Palabra de Cristo que él mismo te dirige. Se trata, pues, de un asunto de vida o muerte. Esto es lo esencial en la predicación verdadera: que Cristo mismo te habla a través de las palabras del predicador; y eso es lo que la distingue de una mera conferencia. Si Cristo no habla no hay predicación. Toda la sabiduría del mundo, la oratoria más brillante del más atractivo y fluido de los predicadores, todo el sentimentalismo del moderno avivacionista, todas las historias conmovedoras que pueda contar, todos sus ruegos y súplicas emocionales, son en vano. Cuando oímos la predicación verdadera de la Palabra, lo que ocurre es que estamos oyendo la voz de Jesús que dice: "Ven a mí y descansa"; le oímos proclamar: "Arrepiéntete y cree"; oímos que nos asegura: "Tus pecados te son perdonados, ve en paz". Para este preciso fin, pues, la predicación es un medio. 

Segundo, de ello se sigue que un predicador, en lo que concierne al contenido de su mensaje, está limitado en su comisión según el contenido de las Santas Escrituras. El predicador no tiene un mensaje suyo para proclamarlo. Es un embajador de Cristo, y como tal debe declarar el mensaje que le ha encargado quien le envió. El que ocupe el puesto de predicador, y pretenda ser un ministro de la Palabra, pero que no tenga en cuenta ese mandato y proclame su propia filosofía respecto a temas de este mundo, el tal es un falso profeta. Y la iglesia que es infiel a su vocación y que, en lugar de predicar la pura Palabra de Dios según las Escrituras, pone su púlpito al servicio del mundo y su filosofía humanista, es una abominación a Yahvéh. Es igual que la Jerusalén de antiguo, que mataba a los profetas, y eso cuando precisamente a través de ellos Cristo quería juntar a sus hijos como la gallina junta a sus polluelos bajo sus alas; sin embargo, se opusieron a él y devoraron sin piedad al pueblo de Dios. ¡Ah, pero Cristo juntará a su pueblo con toda certeza! Los hijos de Jerusalén no perecerán. Mas el juicio sobre la Jerusalén inicua, que los esparce bajo la apariencia de estar juntándolos, será terrible. Y la iglesia moderna, que proclama la filosofía del mundo en lugar de la Palabra de Dios y el evangelio de Jesucristo crucificado, y da a sus miembros piedras en vez de pan, ¡esa iglesia es la culminación del falso profeta, el siervo del Anticristo, que será echado al lago de fuego y azufre junto con el diablo y la bestia!

Cuando uno considera la condición de lo que se conoce como Iglesia en el mundo de hoy, ésta presenta un espectáculo realmente lamentable. Parece que en su mayor parte ha olvidado la verdad del evangelio. Si uno se encuentra fuera de su iglesia local y, hambriento del pan de vida, entra en alguno de esos edificios que por su estilo arquitectónico sugiere que está dedicado al ministerio de la Palabra; en la mayoría de los casos se verá defraudado. En lugar de pan dan piedras. Es cierto que la Biblia aún está en el púlpito; y allí sale un hombre que por su  atuendo parece un ministro de la Palabra, pero en cuanto abre la boca se hace evidente que es un engañador que ignora completamente su vocación, y corrompe la Palabra de Dios. Y, encima, da la impresión de ser un asno mentecato, pues, generalmente, ni siquiera tiene el dominio adecuado de la filosofía humanista que presenta con aire de erudición. La iglesia que desprecia su llamamiento de predicar la Palabra de Dios, es igual que la sal que ha perdido su sabor: sólo sirve para el estercolero. 

Ante semejante situación existen razones más que suficientes para que la Iglesia de Cristo fuese fiel, y velase vigilando con diligencia para predicar y aplicar la pura Palabra de Dios en su plenitud: todo el consejo de Dios, tanto en su adoración como por los que predican la Palabra. La Iglesia tiene el deber de predicar el evangelio; y el evangelio es la promesa, la promesa cierta de Dios. Esa promesa no es otra cosa que Cristo mismo en su plenitud salvadora. Cristo, el Hijo de Dios encarnado, la revelación del Dios de nuestra salvación, que fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación; el Cristo de Dios, a través del cual Dios nos ha reconciliado consigo mismo, y por el que nos ha regenerado, justificado, perdonado nuestros pecados, adoptado como hijos; nos ha preservado para el fin, y nos glorificará juntamente con Cristo en la resurrección final. Cristo, quien recibe a todos los que van a él, no por ellos mismos, sino por la gracia del Padre que los lleva; y que sin duda dará agua al sediento, pan al hambriento, descanso al trabajado; que cambia la ceniza por belleza, la vergüenza por gloria, la muerte por vida. Ese Cristo es el contenido del Evangelio. Y esa Palabra de Cristo respecto a sí mismo es la que debe predicar el ministro. Cristo no la presenta como un simple ofrecimiento a todos los hombres, cuya recepción dependa del antojo de la voluntad humana; él no puede predicar una mera posibilidad de salvación: la promesa del evangelio es la promesa del Dios vivo, firme y segura. La salvación no es una posibilidad, sino una certeza. Dios mismo la lleva a cabo, no por voluntad del pecador, sino a pesar de su indisposición. El predicador debe proclamar que Cristo y la promesa del evangelio es algo seguro para todo el que se arrepiente y cree, para el que está hambriento y sediento, para el trabajado y cargado. El fruto puede y debe dejarlo en las manos de Dios, que es el único que puede salvar, y que tiene misericordia de quien él quiere y al que quiere endurecer, endurece. 

A todo esto debemos añadir, finalmente, que el predicador tiene que ser enviado. Porque "¿cómo predicarán si no fueren enviados?" Sobre este llamamiento y misión del predicador no hay nada oculto o misterioso, pues, en los apóstoles, Cristo comisionó a su Iglesia en el mundo para predicar el evangelio. "Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura" es una comisión, no a cada individuo, sino a los apóstoles, y, en ellos, a la Iglesia que representaban. La Iglesia es "columna y baluarte de la verdad"; ella recibe la promesa de que el Espíritu la guiará a toda verdad. A ella le confió el Señor su Palabra. La Iglesia debe preservar, interpretar, confesar y predicar la Palabra de vida. Por esto mismo, ya que la Iglesia cumple su ministerio por medio de la predicación, el predicador tiene que ser enviado por la Iglesia. Ningún creyente individual puede constituirse en predicador por su propia cuenta; tiene que ser enviado. Ninguna clase de grupo, escuela, sociedad, comité o secta, que funcionan a menudo al margen de la Iglesia y hablan de ella en tono despectivo, ha recibido la comisión de predicar; sólo la Iglesia tiene tal comisión, y ella solamente puede llamar y enviar al predicador. Precisamente por esta razón, el predicador no se gloriará de ser "adenominacional", ni pretenderá introducir toda suerte de doctrinas nuevas y extrañas. Al contrario, se sentirá llamado por la Iglesia y, conectado con la Iglesia de todos los tiempos, proclamará el evangelio de Cristo tal como lo ha confesado esa Iglesia que ha sido guiada por el Espíritu a toda verdad. 

A través de la predicación Cristo hablará su propia Palabra de poder, y atraerá a los suyos. Digo: a los suyos; porque no todos los que oyen externamente el evangelio son guiados por el Padre. No es del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia. Siempre habrá los que serán endurecidos, para quienes la preciosa piedra del ángulo es piedra de tropiezo y roca que hace caer. Mas a los suyos los llamará con toda seguridad, y con esa misma seguridad irán a él y serán recibidos. Porque sus ovejas oyen su voz, y le siguen, y les da vida eterna, y jamás perecerán. ¡Nadie las arrebatará de sus manos!

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