Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere. (Jn. 6:44)
Que "todo el que quiera, puede venir" es absolutamente
cierto. Igual que es también seguro que todo el que vaya
será recibido. Nadie que ha ido a Cristo por salvación
ha sido rechazado. Nunca nadie se acercó al río
de agua de vida, sediento y abatido, y se le negó beber.
El que viene a comer el pan de vida no se irá de vacío.
El que quiere venir a Cristo no tiene por qué dudar; no
debe temer ser defraudado o avergonzado. Todo el que pide, recibe.
El que busca, halla. Al que llama, se le abrirá. De esta
base cierta podemos depender; esto es el evangelio. Y el evangelio
es la promesa de aquel que no puede fallar jamás. Y esta
promesa es tan indubitable y segura para todo el que viene a Cristo,
porque ese venir supone que, antes incluso de querer, la gracia
de Dios ya ha obrado en el corazón y ha dispuesto la voluntad
para hacerlo. La gracia siempre es primero. El venir del pecador
es fruto de ser traído por Dios.
Esto es algo que experimenta todo el que es salvo por gracia.
El que va a Jesús experimenta en ese acto la dirección
maravillosa y la gracia eficaz de Dios, y eso en tal forma que
la dirección y la gracia es antes y produce el ir a Cristo
subsiguiente. El que es salvo reconocerá con toda seguridad
que esto es así. Un hijo regenerado de Dios nunca presentará
su salvación como el resultado de su propia iniciativa.
Nunca dirá que hubo algo de su parte que precedió
a la acción de la gracia de Dios; que primero quiso ir
y luego la gracia lo capacitó; que primero aceptó
a Cristo y por eso Cristo le recibió; o que primero abrió
su corazón y por eso Cristo pudo entrar. Ved las oraciones
de los que son salvos, y tendréis la prueba de lo
que digo. Todo arminianismo y toda arrogancia del libre albedrío
quedan silenciados, pues en tal oración se está
hablando con Dios. Uno puede presumir en presencia de los demás
sobre el poder del pecador para ir o no a Cristo; pero todo es
muy distinto cuando se está delante de Dios, Entonces todo
se tiene que atribuir a la gracia divina. Delante de la presencia
de Dios desaparece el arminiano. ¿Podrá oírse
delante de Dios una oración arminiana como esta: "Te
doy gracias porque has esperado hasta que a mí me pareció
bien acudir, y has llamado repetidamente hasta que decidí
abrir el corazón; y también porque me has dado la
gracia cuando estimé oportuno recibirla"? ¿Se
mostrará ante Dios la misma altanería que delante
de los hombres? No. En la presencia de Dios es inútil mentir;
por lo tanto, el pecador siempre atribuye en su oración
todo a Dios y nada a sí mismo. Entonces dejará de
pregonar el libre albedrío, y dirá: "Gracias
mi Dios, porque tu gracia irresistible venció toda mi oposición;
y porque abriste y entraste en mi corazón; y tú
me llevaste para que yo pudiera ir". Esta es precisamente
la razón de la seguridad y el ánimo del pecador
cuando va a Jesús. El mismo hecho de experimentar que está
siendo llevado por el Padre, es su garantía de que será
recibido con toda seguridad.
Esta es la clara enseñanza de la Sagrada Escritura.
A través del profeta Jeremías, dice el Señor
a su pueblo: "Con amor eterno te he amado; por tanto, te
prolongué mi misericordia". La misericordia es primero
y esta es, a la vez, manifestación del amor eterno de Dios.
El fruto de esto es que "clamarán los guardas en el
monte de Efraín: levantaos, y subamos a Sión, a
Yahvéh nuestro Dios" (Jer. 31:3,6). El querer ir al
Dios de nuestra salvación es el resultado de ser atraídos
por él mismo. Con unas bien conocidas palabras se lo dice
Cristo a los de Capernaum: "Ninguno puede venir a mí,
si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré
en el día postrero. Escrito está en los profetas:
Y serán todos enseñados por Dios. Así que,
todo el que oyó al Padre, y aprendió de él,
viene a mí" (Jn. 6:44,45). Parémonos un momento
a considerar este importante pasaje. Nos enseña, en primer
lugar, que para que el pecador pueda ir es indispensable que sea
llevado por la gracia de Dios. Si el Padre no lo lleva, es imposible
que el pecador vaya. Nadie PUEDE, excepto que el Padre lo lleve.
Lo cual no debe entenderse como si pudiera darse el caso de un
pecador que realmente quiere y anhela ir a Jesús, pero
que se encuentra impedido por algún poder constrictivo.
Ese caso no existe. Lo que ocurre es que el pecador no tiene poder,
ni lo quiere, para ir a Cristo. Tanto el querer como el ir dependen
completamente de la acción de llevar que por gracia realiza
el Padre. En segundo lugar, este pasaje explica el hecho de ser
llevados por el Padre como un ser enseñado por Dios, lo
que da como resultado que el hombre oye y aprende del Padre. Puede
comprenderse de inmediato que esto no se refiere a la predicación
externa de la Palabra que hacen los hombres. La simple predicación
externa del evangelio no puede lograr de ninguna manera que toda
la audiencia oiga y aprenda del Padre; mucho menos puede lograr
que alguien vaya a Cristo. Mas el Señor habla aquí
de ser enseñados por Dios, de una iluminación espiritual
que resulta en un conocimiento espiritual del pecado, de Dios,
de Cristo y de las cosas que afectan a la salvación; lo
que da como resultado el acto espiritual de ir a Cristo. Y, finalmente,
notemos también que el fruto de este llevar y esta enseñanza
divina es seguro e infalible, porque "todo aquel que oyó
al Padre, y aprendió de él, viene a mí".
¡Todo el que quiera, puede venir! Porque el que quiere ya
ha sido enseñado para querer y venir por el poder eficaz
de la gracia. Y será recibido.
La misma verdad se repite de otra forma en Juan 6:65: "Por
eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le
fuere dado del Padre". Igual que el versículo 44,
éste expresa la misma imposibilidad, la más completa
incapacidad del hombre natural para venir a Jesús. ¿Cómo
irá a Cristo el pecador? ¿Logrará persuadirle
la mera predicación del evangelio? La predicación
de la cruz concierne a cosas espirituales; y el hombre natural
"no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios,
porque para él son locura, y no las puede entender, porque
se han de discernir espiritualmente" (1ª Co. 2:14).
Por lo tanto, esto le tiene que ser dado por el Padre. La voluntad
y el poder para venir a Jesús son dones de la gracia. Por
esa razón puede decir triunfante el Señor en medio
de la oposición y abandono de la multitud en Capernaum:
"Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y
el que a mí viene, no le echo fuera" (Jn. 6:37).
¿Qué es este llevar por el cual los pecadores van
a Cristo?
Permitidme contestar, en primer lugar, y en un sentido general,
que se trata de una operación espiritual de la gracia de
Dios, a través de Jesucristo y por el Espíritu de
Cristo, por medio del evangelio, en lo más profundo de
nuestro corazón -de donde manan todos los aspectos de la
vida- afectando al hombre total: con su mente y voluntad y todas
sus emociones y deseos. Somos llevados por el Padre, pero esto
no se hace sin Cristo como mediador de nuestra salvación;
tal como lo declaró nuestro Señor antes de su muerte:
"Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré
a mí mismo" (Jn. 12:32). A través de la cruz
el Señor fue levantado a la gloria de la resurrección
y la posición más excelsa a la diestra de Dios.
Y en cuanto Cabeza de la Iglesia, recibió la promesa del
Espíritu, para llevar por él a todos los suyos consigo
a la gloria. El Padre nos lleva, y también Cristo,
no como si fueran dos acciones separadas, sino de tal manera que
el Padre lo hace a través del Hijo como el Mediador de
nuestra Salvación.
En este acto de ser llevados, lo mismo que en el de ir a Jesús,
pueden distinguirse cuatro elementos. El primer paso en el proceso
de ir a Jesús es el de la contrición: el verdadero
dolor según Dios. Y a este verdadero dolor por el pecado
en el pecador, corresponde el acto divino de la convicción
de pecado, que es la causa de ese dolor. Sólo el que ha
sido puesto bajo la convicción de pecado por el Espíritu
de Cristo, puede tener una verdadera contrición. El Padre
lleva; el pecador va: lo que significa, por lo tanto, básicamente
que el Padre convence de pecado y que el pecador se arrepiente.
Esta obra, sin embargo, no debe confundirse con esa otra operación
de Dios en la conciencia de cada pecador, por la que les inscribe
la sentencia de su culpa y condenación y les hace asumir
su responsabilidad. Cada hombre siente que es responsable delante
de Dios por su pecado. No puede desembarazarse ni por un momento
de ese sentido de responsabilidad. Cada pecador siente que está
condenado delante de Dios. Y esto también es una obra de
Dios por medio de su Espíritu. Incluso los gentiles tienen
la obra de la ley escrita en sus corazones, de manera que sus
conciencias les sirven de testigos (Ro. 2:15); y el Espíritu
convence al mundo de pecado porque no creen en Cristo (Jn. 16:9).
Pero esta es una consciencia de pecado que se caracteriza sólo
por el miedo y el terror, y que provoca la huida del pecador ante
la presencia del que está sentado en el trono, pidiendo
a las montañas y rocas que le cubran. La convicción
de pecado para salvación es sustancialmente diferente.
Es una convicción de amor. Es cierto que también
ésta hace que el pecador tema y tiemble delante de la majestad
de un Dios justo, pero, no obstante, no intenta huir ni ocultarse,
sino, más bien, se acerca a él en verdadero dolor
porque ha ofendido a este Dios santo, y une su voz a la de Dios
reconociendo su condenación; y ora en el amor de Dios,
aunque sea con temor y temblor: "Examíname, oh Dios,
y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos;
y ve si hay en mí camino de perversidad" (Sal. 139:23,24).
Esta convicción de pecado no puede ser la obra de un predicador,
ni tampoco del pecador mismo; es solamente la obra de la gracia
soberana. Y sin ella jamás podrá el pecador dar
el primer paso hacia Jesús. ¡Nadie puede ir a Jesús,
si el Padre no lo lleva!
El segundo paso es el reconocimiento; por éste el pecador
contempla a Cristo como el Dios de su salvación, como la
plenitud que llena su propio vacío, como la justicia que
borra su injusticia; como la vida que vence a su muerte. En correspondencia
con este acto de reconocimiento espiritual en el pecador, está
la iluminación espiritual por la que Dios le revela a su
Hijo. Cuando Dios convence de pecado a una persona, no la deja
en la desesperación de su condenación, sino que
le muestra a Jesús en toda su plenitud salvadora. Esta
iluminación espiritual no es lo mismo que la luz natural
por la que el pecador puede conocer todo acerca de Cristo y, hasta
cierto punto, reconocer y admitir su belleza como el mejor de
los hombres, como uno que fue profundamente consciente de la Divinidad,
como un gran maestro o un ejemplo excepcional; pero no lo contempla
nunca como la justicia de Dios, y la cruz le es locura. El Cristo
de la Escritura, igual que antes, también ahora es crucificado
por el pecador. Una buena muestra de esto la tenemos en el modernismo,
cualquiera que sea su manifestación. El hombre natural
no comprende las cosas del Espíritu, "para él
son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir
espiritualmente" (lª Co. 2:14). Y este discernimiento
no puede producirlo la mera predicación del evangelio.
El Señor Jesús, contemplando el resultado de su
propia predicación, le da gracias al Padre porque escondió
esas cosas de los sabios y los entendidos y las reveló
a los niños (Mt. 11:25); y también enfatiza que
nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo
quiera revelar (Mt.11:27). Cuando el Padre nos lleva, nos revela
a Jesús en todo su poder salvador; e ilumina de tal manera
nuestro entendimiento que lo contemplamos como el Deseado sobre
todas las cosas, como el Redentor y Libertador del pecado y de
la muerte que necesitamos. Nos abre los ojos para que veamos en
Jesús todas las riquezas de su gracia en la plenitud de
su justicia y vida. Abre nuestros oídos para que podamos
oír la Palabra de la cruz como el poder de Dios para salvación,
el poder de Dios con el que nos lleva y nos hace buscar a Cristo
como el precioso Salvador, el Dios de nuestra salvación.
Sin embargo, el Padre, a través del Espíritu de
Cristo, no sólo afecta a nuestro entendimiento para que
conozcamos al Salvador espiritualmente, sino que también
opera, por el mismo Espíritu, sobre nuestra voluntad y
deseos para que anhelemos y deseemos poseerle. Este anhelo o aspiración,
ya dijimos en otro lugar, es el tercer paso en el ir a Cristo.
A lo cual corresponde el tercer elemento en la obra de llevar
que realiza el Padre, y que podemos llamar seducción o
atracción. El hombre natural no ve ningún atractivo
en Cristo y su justicia. Es carnal y, por tanto, piensa en las
cosas de la carne. Y la mente carnal es enemistad contra Dios.
Su voluntad está corrompida, y todos sus deseos son impuros.
No tiene hambre ni sed de justicia. Y la mera predicación
del evangelio no puede producir esos deseos de justicia y perdón
de pecados. Pero cuando el Padre lleva, y por el poder de su gracia
obra sobre la voluntad del pecador, entonces la cambia y la vuelve
por completo, instalando en el corazón nuevos deseos para
que el pecador anhele la justicia y la remisión de los
pecados para tener comunión con el Dios vivo por su amor
y misericordia. Y contemplando a Cristo como el único camino
al Padre, suspira con fuertes deseos de poseerle y poder decir:
"¡Mi Jesús, te amo; yo sé que eres mío!"
Y así, debido también al poder directivo del Padre,
a través del Espíritu de Cristo, el pecador, finalmente,
da el último paso en el ir a Jesús: el de la apropiación.
A este acto del pecador corresponde la operación de la
gracia de Dios a la que la Escritura llama sellar. Porque
hemos sido "sellados con el Espíritu Santo de la promesa"
(Ef. 1:13). Es por el Espíritu de Cristo, el Espíritu
de la promesa, que se nos da personalmente la promesa de Dios,
esa promesa de redención, reposo, satisfacción,
perdón, justicia, y vida; de manera que tenemos plena certeza
de que la promesa de Dios es para nosotros. Y por este Espíritu,
el amor de Dios, es decir, no nuestro amor a él, sino su
amor a nosotros, revelado en la muerte de su Hijo, es derramado
en nuestros corazones para que tengamos confianza de que Cristo
murió por nosotros, y que, no sólo a otros,
sino a nosotros también, personalmente, nos da remisión
de pecados y vida eterna. Así estamos asegurados de que
Cristo es nuestro, y de que nos apropiamos de él y de todos
sus beneficios; y con determinación y ánimo confesamos
con el Catecismo de Heidelberg, en su pregunta 1ª, que nuestro
único consuelo tanto en la vida como en la muerte es que
no somos nuestros, sino que ¡pertenecemos a nuestro fiel
Jesucristo!
Esto nos demuestra por qué es tan absolutamente seguro que "todo el que quiera, puede venir". En el querer ir y en el ir mismo el pecador experimenta el poder de la gracia de Dios llevándole. Dios le convence de pecado, y él se arrepiente; Dios lo ilumina por su Espíritu, y él ve a Cristo en toda su belleza salvadora; Dios lo atrae y seduce, y él suspira por el Dios de su salvación; Dios lo sella, y él se apropia de Cristo y de todos sus beneficios. ¿Cómo podrá ser echado fuera jamás? ¡El que va a Cristo de esta manera, nunca será avergonzado!