Yo soy la resurrección y la vida. (Jn. 11:25)
La salvación es resurrección de entre los muertos.
Esta declaración no debe entenderse como referida sólo
a la postrera resurrección del cuerpo en gloria, a la que
miramos los creyentes como la consumación final de nuestra
esperanza, sino a la salvación en su totalidad. La salvación,
que es la herencia de los creyentes por la fe en Cristo aquí
en el mundo, es también realmente una resurrección
de los muertos. Quien es salvo por la fe, es levantado de la muerte,
y esta resurrección será completada en el día
de Cristo, cuando esto mortal se vista de inmortalidad y sea destruido
el último enemigo.
Que esto es verdad se puede demostrar fácilmente por la
Escritura. Cristo Jesús es la revelación del Dios
de nuestra salvación que da vida a los muertos. En la creación
se revela a sí mismo como aquel que llama a las cosas que
no son como si fueran. Dios es conocido en Cristo como aquel que
resucita a los muertos (Ro. 4:17). Así que "si confesares
con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en
tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás
salvo" (Ro. 10:9). Dios resucitó a Cristo de los muertos,
sentándole a su diestra en los lugares celestiales, y mostró
la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que
creemos (Ef. 1:19,20). También ahora es verdad que "Dios,
que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó,
aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente
con Cristo" (Ef. 5:4-6). "Por lo cual dice: Despiértate,
tú que duermes, y levántate de los muertos, y te
alumbrará Cristo" (Ef. 5:14). Y el Señor declara:
"De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es,
cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los
que la oyeren vivirán" (Jn. 5:25).
Cristo se nos presenta en los evangelios como la resurrección.
Como tal se revela a través de todas las grandes señales
y maravillas que realizó, curando a los enfermos, abriendo
los ojos de los ciegos, dando oídos a los sordos, haciendo
saltar de gozo a los cojos, y, de manera muy especial, por las
resurrecciones que llevó a cabo, particularmente la de
Lázaro. No obstante, esas acciones fueron sólo signos,
y tuvieron pleno cumplimiento cuando Cristo rompió los
lazos de la muerte y el infierno, y apareció en gloria,
victorioso sobre todos los poderes del sepulcro y la corrupción.
Entonces se cumplió la palabra que le dijo a Marta, la
hermana de Lázaro: "Yo soy la resurrección
y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto,
vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá
eternamente" (Jn. 11:25,26).
Esta verdad de que la salvación es resurrección
de los muertos, y esto a través de Cristo que es
la Resurrección-, tiene una gran importancia para la adecuada
comprensión del tema general "todo el que quiera,
puede venir", que estamos tratando. Nos será de gran
ayuda para encontrar la respuesta correcta a la cuestión
de si el pecador tiene de él mismo el querer para venir
a Jesús. Pues esta verdad nos muestra una triple implicación
que debemos señalar brevemente. En primer lugar, si la
salvación es precisamente resurrección de la muerte,
es evidente que el pecador antes de ser salvo está realmente
bajo el poder de la muerte. Segundo, deberemos considerar qué
significa el que Cristo sea la resurrección. Y, finalmente,
está claro que el pecador muerto tiene que ser puesto en
contacto con el Cristo vivo, la resurrección, para que
pueda ser salvo.
Ya hemos dicho que el pecador sin Cristo está muerto. Lo
cual no es sólo la presuposición lógica del
hecho de que la salvación sea resurrección de la
muerte, sino también la enseñanza expresa de toda
la Escritura. La sentencia de Dios sobre el pecador es: "El
día que comieres, ciertamente morirás" (Gn.
2:17). Sentencia que se cumplió literalmente en el acto,
de manera que ahora el hombre natural está muerto en delitos
y pecados (Ef.2:1).
¿Qué significa que el pecador está muerto?
¿Cuál es esa muerte bajo cuyo poder está sujeto,
y de la que, por sí mismo, nunca podrá librarse?
La muerte no significa aniquilación. Ni es un estado de
vida inconsciente. Más bien es un estado de corrupción,
sufrimiento y miseria bajo la justicia vindicativa y la ira terrible
de Dios. Es algo que afecta a todo nuestro ser. En un sentido
espiritual, la muerte es la corrupción del alma y del espíritu,
de tal manera que todos sus poderes obran en oposición
a Dios. En esa muerte el entendimiento del hombre está
entenebrecido, por lo que realmente no conoce lo que es bueno,
sino que ama la mentira, estando totalmente privado de la verdadera
sabidurías. Su voluntad está pervertida, por lo
cual no desea, ni puede desear, ni elegir la verdadera justicia
y santidad en el amor de Dios. Todas sus inclinaciones son impuras
y profanas, codiciando solamente la iniquidad. En la muerte, el
corazón del hombre, de donde manan todas las expresiones
de la vida, en vez de estar lleno con el amor de Dios, está
motivado por la enemistad contra él. Tal es, y no otro,
el estado del hombre natural fuera de Cristo. El hombre es carnal.
Su naturaleza es según la carne; y "los que son de
la carne piensan en las cosas de la carne ... porque el ocuparse
de la carne es muerte ... por cuanto los designios de la carne
son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios,
ni tampoco pueden" (Ro. 8:57) En el sentido físico,
la muerte es la corrupción y desintegración del
organismo corporal. También a esta clase de muerte fue
entregado el hombre inmediatamente a la caída. El poder
de la muerte opera en sus miembros, mostrándose en muchas
enfermedades y defectos del cuerpo, llevándolo, finalmente,
al lugar de la corrupción completa. Con idéntica
certeza se sumergió en la muerte eterna: ese estado de
desolación total del alma y del cuerpo en el infierno,
porque allí lo redujo inexorablemente la ira de Dios, y
jamás saldrá.
Es importante que tengamos en cuenta que ese estado de muerte en el que se sumergió el hombre a sí mismo por su desobediencia voluntaria es un estado legal, es decir, es una retribución, un castigo, y supone la ejecución de una sentencia divina de muerte. Para el hombre no es algo "natural" estar muerto. Tampoco se trata de un simple resultado natural y mecánico del pecado. Es cierto que la paga del pecado es la muerte, pero sólo porque la justicia divina así lo ha establecido. Es Dios quien da la muerte. El pecado es transgresión de su ley. Es rebelión. Es un mal ético. Es rebelión contra el Dios vivo. Y este Dios es bueno y justo. No puede tolerar que una criatura niegue su bondad impunemente. Frente al pecador que se aparta y le levanta su puño rebelde, él se mantiene en toda la gloria de su bondad, su perfección divina, su rectitud y justicia, su verdad y santidad. Le demuestra al pecador su perfección inmutable haciéndole miserable en grado indecible al experimentar que no hay vida ni gozo fuera de Dios. Persigue al pecador en todo lugar, hasta hundirlo en la desolación eterna. Dios es el terror del transgresor. Dios está contra él, y le hace experimentar su terrible y santa ira. Sí; ese Dios del cual el pecador jamás puede escapar, del que no puede ocultarse en toda la creación, con el que, aunque en su necedad niegue su existencia, se encuentra a cada paso, y con el que tendrá que vérselas por los siglos de los siglos
¡Eso es la muerte!
Mas ¡Cristo es la resurrección! Lo que significa que
tiene el poder de vencer y destruir por completo nuestra muerte.
Y como la causa de nuestra muerte es la ira santa y justa de Dios,
esto implica que Cristo es el poder por el cual somos sacados
fuera del estado del furor divino y la ira consumidora, bajo el
que perecíamos, a un estado de favor y gracia con el Dios
vivo. Y así como la base de la ira de Dios, que está
contra nosotros y nos persigue hasta la muerte, es nuestro pecado
y nuestra culpabilidad, así la verdad de que Cristo es
la resurrección significa que él es quien borra
nuestra transgresión y cancela el registro de nuestro pecado,
y que es nuestra perfecta y eterna justicia con Dios. Cristo es
nuestra resurrección porque quita la causa de nuestra miseria
y muerte eterna, esto es, el pecado. Y vistiéndonos con
una justicia perfecta, nos hace objetos adecuados del bendito
favor de Dios. ¡Y así como la ira de Dios es muerte,
su favor es vida!
Que Cristo es la resurrección significa aún más que esto. Significa que es el poder vivificante, y que en él hay vida frente a la muerte. La vida es la acción y operación de todo nuestro ser: del cuerpo y el alma, del corazón y la mente, la voluntad y todos nuestros deseos, en armonía con Dios. Justo como la muerte es enemistad contra Dios, la vida consiste en amarle con todo nuestro corazón, mente y alma, y todas nuestras fuerzas. La muerte es tinieblas; la vida es luz. La muerte es necedad, ignorancia y mentira; la vida es verdadera sabiduría, conocimiento de Dios y verdad. La muerte es perversión de la voluntad; la vida es armonía de la voluntad humana con la de Dios. La muerte es corrupción, impureza y contaminación de todos nuestros deseos; la vida es pureza de corazón y anhelo del Dios vivo. La muerte es estar abandonado de Dios en su ira; la vida es la más íntima comunión con él en su bendito favor. La muerte es miseria y desolación indecibles; la vida es el más puro gozo y felicidad. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado" (Jn. 17:3). ¡Cristo es esa vida de entre la muerte! Él es la luz de entre las tinieblas, justicia de entre la injusticia, verdad frente a la mentira, conocimiento de Dios frente a ignorancia, sabiduría frente a necedad, gloria frente a la vergüenza, esperanza frente a la desesperación, gozo frente a la miseria, cielo frente al infierno. ¡El es la resurrección y la vida!
Todavía es necesario hacer una observación más
en conexión con Cristo como la Resurrección. La
resurrección no es la simple vuelta a un estado anterior,
sino pasar a través de la muerte a una vida mucho más
abundante que jamás antes se haya conocido. Es, en primer
lugar, entrar en una vida totalmente victoriosa, donde se está
para siempre libre de la muerte. En el primer Adán había
una vida que podía perderse. El era mortal. En el último
Adán hay una vida que es la victoria sobre la muerte y
no puede perderse nunca. La muerte ya no tiene más dominio
sobre él. El que es la Resurrección y la Vida no
será afectado jamás por la sombra de la muerte.
Y, en segundo lugar, la vida de la resurrección es celestial:
la más alta realización posible de la bendita comunión
con Dios, un verle cara a cara, y conocer como somos conocidos
en el tabernáculo celestial de Dios. ¡Que Cristo es
la resurrección significa que él nos saca de lo
profundo del infierno a la gloria celestial!
Pero tengamos mucho cuidado. Sólo el Cristo de la Escritura
es la resurrección. ¡Ningún otro! ¡Qué
miserables sustitutos ofrece el modernismo! ¡Qué absolutamente
privados de poder están para salvar de la muerte! ¿De
qué le vale al que está muerto un Cristo también
muerto? ¡De qué le sirve al pecador que está
muerto, un excelente maestro, un buen ejemplo, un hombre de principios,
en fin, un "Cristo" por el cual poder construir un mundo
mejor para vivir? ¡El Cristo de la Escritura es la resurrección!
Es el primero en todo porque es el verdadero Hijo de Dios, coeterno
con el Padre y el Espíritu Santo. Desde la eternidad hasta
la eternidad, él es Dios. Y como tal Hijo eterno, es vida,
y tiene vida en sí mismo. A Marta le dijo: "Yo soy
la resurrección y la vida". Y a los judíos
en Jerusalén les dijo en otra ocasión: "Porque
como el Padre tiene vida en sí mismo, así también
ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo" (Jn. 5:26).
Exactamente porque él es la vida y tiene vida en sí
mismo, puede ser la resurrección. Y lo es realmente; pues
entró en nuestra más profunda muerte y la destruyó
para siempre. Porque fue ordenado desde antes de la fundación
del mundo para ser Cabeza de su Iglesia; y como tal se hizo carne,
y se unió con nosotros, para gustar la muerte en nuestro
lugar. Tomó nuestros pecados sobre sí mismo. Llevó
todo el peso de nuestra iniquidad, y con la carga de nuestros
pecados sobre sus hombros poderosos, descendió a las tinieblas
de la muerte, soportó la ira de Dios en perfecta obediencia,
borró nuestra culpa y nos obtuvo justicia eterna. Así
peleó la batalla contra la muerte y venció al enemigo.
Siendo la vida, y teniéndola en sí mismo era imposible
que la muerte lo retuviera. Rompió sus cadenas y se levantó
a la vida inmortal. Pero aún hay más. Porque él
ascendió a lo alto y recibió la promesa del Espíritu
Santo, hecho de esta manera el Espíritu vivificante para
que pudiera ser la resurrección para todos los suyos. Así
el Hijo de Dios, que era vida en sí mismo, vino en semejanza
de carne de pecado, quitó la causa de nuestra muerte y
miseria eternas, fue entregado por nuestros pecados y resucitado
para nuestra justificación; por todo ello es la verdadera
resurrección ¡por quien podemos ser vivificados y
pasar de la muerte a la vida eterna!
Queda claro, pues, que tenemos que ir a Jesús, que es la
resurrección y la vida. Fuera de él sólo
hay muerte. En él se encuentra la vida de entre los muertos.
Es evidente, por lo tanto, que para ser salvos debemos tener contacto,
un contacto vivo, con Cristo, para que el poder de su vida gloriosa
destruya en nosotros el dominio de la muerte, y pasemos de muerte
a vida. Porque, como le dijo a Marta cuando iba a llamar a Lázaro
del sepulcro: "El que cree en mí, aunque esté
muerto, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí,
no morirá eternamente". Sí, para obtener vida
eterna, tenemos que ir a Jesús.
También ahora "todo el que quiera, puede venir".
Así es. Ya lo hemos dicho; no hay excepción. Si
vienes a Cristo como la resurrección y la vida, nunca serás
avergonzado. ¡Nadie viene, o vendrá, a él,
que no reciba justificación y vida!
Pero otra vez tenemos que preguntarnos: ¿Cómo iremos
a Jesús? ¿Cómo iremos a la resurrección?
¿Cómo buscarán y establecerán contacto
con ese poder de vida los pecadores que están muertos en
sí mismos? ¿Enviaremos predicadores que les proclamen
que Cristo es la resurrección, y que está deseando
impartirles su vida, y que los está esperando rogándoles
encarecidamente que vengan a él, y que se encuentra sumamente
atento para ver la mínima señal por parte del pecador
que posibilite a Cristo acudir y darle vida? ¿Les diremos
que Cristo no puede hacer nada más, y que si los muertos
no van a él, la Resurrección nunca podrá
acudir a ellos? ¿Persuadiremos al muerto para que actúe
antes de que sea demasiado tarde? Pues ese es sustancialmente
el evangelio, o más bien la corrupción del evangelio,
que se anuncia por todas partes en nuestros días. ¿Habrá
algo más absurdo? ¡Ese pretendido evangelio es una
imposibilidad total! ¡Eso es como decir que en el día
de la resurrección final, Cristo enviará a algunos
de estos llamados "evangelistas" para que convenzan
y persuadan a los muertos para que salgan de sus tumbas y así
puedan ser glorificados! En el fondo, esta perversión del
verdadero evangelio lo que hace es negar que el hombre esté
realmente muerto y que Cristo sea la resurrección. Le están
predicando al muerto que él tiene más poder que
la resurrección, que la muerte es más poderosa que
la vida, ¡pues es una resurrección que no sirve a
menos que el muerto dé su consentimiento!
Mas ¡gracias a Dios otra vez!, la acción vivificadora procede libre y soberanamente de la resurrección. ¡Cristo es primero! ¡"Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán"! Recuérdalo bien; es la voz poderosa del Hijo de Dios la que habla. Él llama, y ¿quién se resistirá? Su poderosa Palabra es vivificadora, que resucita a los muertos. La resurrección viene al muerto antes que el muerto a la resurrección. Y cuando éste ha sido vivificado, despertado de su sueño de muerte, entonces viene, humilde y voluntariamente, por la acción del don de la fe que le ha dado Dios, y conscientemente toma de Cristo la justicia y la vida eterna. ¡Y ahora espera el día cuando oirá de nuevo su voz, llamándole del polvo de la tierra a la gloria de la resurrección final!