En lo que concierne al principio de la nueva vida que está
en el creyente, no es posible que pueda de manera permanente y
completa volver atrás y apartarse de Cristo. La vida de
un cristiano no consiste en una serie de actos separados por los
que se está apartando y volviendo otra vez al Salvador.
A veces puede parecer que este es el caso. En su vida consciente
no siempre vive en estrecha comunión con el Señor.
Además, puede caer en el pecado, y durante un tiempo parecerle
que su relación con Jesús ha quedado totalmente
rota. Sin embargo, a causa del principio de la nueva vida que
está en el creyente, tal cosa no puede ocurrir nunca. Puede
que, más aún, seguro que ocurriría, cayese
del contacto con Cristo si, aunque fuera por un solo instante,
permanecer en él dependiese del poder y la voluntad del
hombre. Mas así como el ir a Cristo es el fruto de la acción
de llevar que el Padre realiza por el Espíritu de Cristo,
de la misma manera permanecer en él es resultado de estar
mantenidos en la poderosa mano de Cristo y del Padre. El Salvador
mismo lo declara: «Y yo les doy vida eterna; y no perecerán
jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre
que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar
de la mano de mi Padre» (Jn. 10:28-30).
Con todo y ser verdad lo anterior, no quita, sin embargo, que
pueda decirse en otro sentido que el acto de ir a Cristo, hasta
el día de nuestra muerte, nunca está cumplido y
terminado. Cuando uno vuelve al hogar después de un largo
viaje, el acto de venir termina tan pronto como se llega a casa.
No es lo mismo en el acto espiritual de ir a Cristo. Lo cual se
debe a que aunque el cristiano es por principio completamente
salvo en cuanto se apropia a Cristo, no obstante, aún sigue
en la carne, en su vieja naturaleza y, además, en medio
de este mundo. Y todo lo que es de la carne y del mundo tiende
continuamente a apartarle de Jesús y de las cosas espirituales
del reino de Dios. Según el principio de salvación
que está en él por gracia, es perfectamente justo
delante de Dios, justificado en Cristo; pero según el viejo
hombre, es corrupto, vendido al pecado. El nuevo hombre en él
es celestial, pero su antigua naturaleza es terrenal. Por ello
podemos decir con toda certeza, que su acto de ir a Jesús
nunca está concluido. Se trata de un acto constante de
fe. Continuamente se aparta del pecado, se arrepiente, va a Cristo
y busca refugio en él como el Dios de su salvación.
De manera que, aunque el creyente va a Cristo de una vez por todas
cuando lo recibe y se apropia de él, no obstante, también
es verdad que, en un desarrollo sano y normal, se acerca a él
más y más cada vez. Su conocimiento del pecado y
su dolor se hacen más profundos, su aprehensión
y reconocimiento de las riquezas de Cristo aparecen más
claros y plenos; su necesidad y anhelo del Salvador son más
fervientes; su apropiación de Cristo y todos sus beneficios
llega a ser más segura y completa. Sí, más
cerca, siempre más cerca, hacia la plenitud y riqueza de
Cristo como está revelado en el evangelio; y de esta manera
Cristo es más y más formado en el creyente.
La necesidad del crecimiento en la gracia, y que el creyente tenga
una apropiación constante de Cristo es enfatizada con fuerza
en la Escritura. Se nos amonesta a que no nos conformemos a este
mundo, sino que seamos transformados por la renovación
de nuestro entendimiento, para que comprobemos la buena voluntad
de Dios, agradable y perfecta (Ro. 12:2). Y mirando a cara descubierta,
como en un espejo, la gloria del Señor, somos transformados
de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu
del Señor (2ª Co. 3:18). En Efesios 4:11-16 se nos
enseña que Cristo «constituyó a unos, apóstoles;
a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y
maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del
ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta
que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del
Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura
de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluctuantes,
llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema
de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas
del error, sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en
todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo
el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las
coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad
propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose
en amor». El apóstol ruega por los santos de Filipos
para que su amor «abunde más y más en ciencia
y en todo conocimiento, para que aprobéis lo mejor, a fin
de que seáis sinceros e irreprensibles para el día
de Cristo» (Fil. 1:9,10). Y a la iglesia de Colosas escribe
que deben estar arraigados y sobreedificados en Cristo, así
como han sido enseñados, abundando en acciones de gracias;
y que deben estar vigilantes, no sea que alguien les engañe
por medio de filosofías y huecas sutilezas, porque sólo
en Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad (Col.
2:7-9). Los creyentes deben, como niños recién nacidos,
desear la leche verdadera de la Palabra para que por ella crezcan
(1ª P. 2:2); y deben crecer en la gracia y en el conocimiento
de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2ª P. 3:18).
Este crecimiento en la gracia consiste exactamente en un apropiarse
más estrechamente cada vez al Cristo de la Escritura. Tenemos
que acercarnos cada vez más. Él es la Cabeza; en
él habita toda la plenitud; fuera de Cristo no tenemos
nada. Somos salvos sólo porque él habita en nosotros.
Crecer en la gracia, por lo tanto, solamente puede significar
que Cristo se forma más y más en nosotros, y nos
hacemos cada vez más semejantes a él. Tenemos que
estar arraigados y sobreedificados en él; ser cambiados
a su imagen y llegar a la unidad de la fe y del conocimiento del
Hijo de Dios; y tenemos que adelantar más conforme a la
medida de la estatura de la plenitud de Cristo, y crecer en él,
que es la Cabeza. Este llegar cada vez más cerca no es
una mera experiencia sentimental, un gozo místico de salvación,
o un asunto de beatos sentimientos y emociones. Al contrario,
significa, por un lado, que en nosotros mismos estamos más
completamente perdidos y deshechos, y a Cristo se le ve en mayor
riqueza y grandeza como el objeto y base de nuestra fe y esperanza;
y al mismo tiempo, por otra parte, Cristo se refleja cada vez
más en la belleza de sus virtudes espirituales en todo
nuestro caminar y manera de vivir.
Es verdad que cuando al principio creemos en Cristo, conocemos
y confesamos que somos pecadores, perdidos y condenados delante
de Dios. Pero toda una vida no sería suficiente para mostrarnos
lo realmente miserables, corruptos y profundamente pecaminosos
que somos. Es al crecer en la gracia y acercarnos más a
Cristo cuando reconocemos con mayor plenitud y profundidad que
en verdad vivimos en la muerte, y que todas nuestras justicias
no son sino trapos de inmundicia. Nos volvemos más sensibles
espiritualmente; de manera que pecados que antes nunca habíamos
percibido, ahora son vigorosamente resaltados. Lo que antes ni
siquiera considerábamos como pecado, ahora es motivo de
arrepentimiento y aborrecimiento. Nuestro pesar y dolor según
Dios se hace más real; y al crecer en el conocimiento y
tristeza por el pecado, Cristo nos parece aún más
precioso cada día. Le contemplamos con mayor claridad en
toda la riqueza y plenitud de su gracia. Le reconocemos más
intensamente como el único que puede cubrir nuestras necesidades;
como nuestro Pan y Agua de Vida; como nuestra Vida y Resurrección.
Suspiramos y tenemos hambre y sed de él con más
fervor. Y las bendiciones de su gracia, la justicia y el perdón
de pecados, la adopción como hijos y herederos, la sabiduría
y el conocimiento, la santificación y redención,
y la esperanza de la vida y gloria eternas, se nos hacen aún
más preciosas. Es verdad que cuando creímos al principio
en Cristo, ya nos apropiamos y tomamos no de una parte, sino de
él mismo, pleno y completo; pero también es verdad
que no alcanzamos a comprender las gloriosas riquezas de salvación
que habían llegado a ser nuestras. Todos los años
de nuestra vida presente no serían suficientes para hacernos
poseedores conscientes de tantas bendiciones de la gracia. Por
eso es necesario estar cada vez más cerca de Cristo, que
es la Cabeza, en el único que habita toda la plenitud.
Como fuimos a Cristo, así nos acercamos más cada
vez. Cuanto más plenamente perdidos en sí mismos
nos veamos, como tiene que ser para que Cristo viva en nosotros
por la fe, mayor será el crecimiento en virtudes espirituales
y reflejaremos más a Cristo en todo nuestro caminar y manera
de vivir en el mundo. Será formado en nosotros y se manifestará
a través nuestro en las virtudes espirituales de santidad,
amor, mansedumbre, humildad, paciencia, longanimidad, templanza
en todas las cosas, oración y acción de gracias.
Nos ocuparemos en nuestra salvación con temor y temblor
sabiendo que es Dios quien produce en nosotros así el querer
como el hacer según su buena voluntad. Amaremos la justicia
y aborreceremos el pecado, al cual rehuiremos, y buscaremos el
bien; mantendremos nuestras ropas limpias en medio de un mundo
de tinieblas y corrupción, y viviremos en firme antítesis
y en separación espiritual del mundo y sus obras infructuosas
de tinieblas, representando la causa del Hijo de Dios, caminando
como hijos de luz, sufriendo con él para que también
seamos con él glorificados.
De esta manera nos acercamos cada vez más a Cristo.
Lo mismo que nuestra primera apropiación de Cristo, este
constante ir a él es también el fruto de su propia
acción por la cual nos atrae por medio del Espíritu
a través del evangelio. En ese evangelio se revela la plenitud
de Cristo; si queremos, pues, acercarnos a él y crecer
en la gracia, tenemos que crecer en su conocimiento espiritual;
y para ello debemos crecer constantemente en el conocimiento del
evangelio, esto es, de las Sagradas Escrituras. En conexión
con lo cual, conviene hacer una o dos observaciones que son de
mucha importancia, especialmente en nuestros días.
En primer lugar, si para el crecimiento espiritual es indispensable que los creyentes crezcan en el conocimiento del evangelio tal como está revelado en la Escritura, es evidente que en ese respecto la Iglesia (me refiero a la Iglesia constituida con su principal vocación en el ministerio de la Palabra) tiene una enorme responsabilidad. Se trata de la responsabilidad de predicar el evangelio en toda su plenitud e implicaciones, puro y sin adulteración: todo el consejo de Dios. La Iglesia no debe consentir que se proclame desde el púlpito la filosofía humana; no le es lícito tener paciencia con las falsas doctrinas; tiene que insistir en la predicación de la pura Palabra de Dios, y nada más. No puede escapar a nuestra consideración que dondequiera que las Escrituras hablan del crecimiento de los creyentes en Cristo, también se les advierte contra los falsos maestros y contra la filosofía del mundo. Las falsas doctrinas no pueden hacer crecer a los santos, pues éstas no son pan, sino piedras. En la medida que una iglesia comienza a mezclar la predicación de la Palabra con la filosofía carnal de los hombres, sus miembros serán débiles y frágiles, anémicos espiritualmente; mientras que, por otro lado, en la medida que proclame el puro evangelio y sea vigilante contra la intrusión de falsos enseñadores, sus miembros serán espiritualmente sanos y fuertes, y crecerán en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
No obstante, incluso esto no es suficiente.
La predicación de la Palabra debe ser no sólo pura
y sin adulteración; también debe ser rica y completa:
tiene que contener todo el consejo de Dios. El bebé no
puede crecer fuerte y robusto si siempre le estás dando
leche. Viene el tiempo cuando necesita alimento sólido.
Lo mismo ocurre espiritualmente. La proclamación de un
evangelio que puedas escribirlo en la uña de un dedo, seguro
que no podrá dar crecimiento espiritual a los santos en
Cristo. La predicación de la Palabra debe proclamar a Cristo
completo como la revelación del Dios de nuestra salvación:
todos los misterios del evangelio. La predicación tiene
que ser expositiva y adoctrinante. Tengamos mucho cuidado con
el falso lema: «La doctrina no importa, con tal que se predique
el evangelio». Eso es lo que dice el demonio. La Iglesia
tiene que crecer en Cristo y estar fundada en la verdad; debe
crecer en conocimiento. Y eso significa que necesita doctrina.
Por lo tanto, a través del ministerio de la Palabra, tiene
la obligación de adoctrinar a sus miembros en todo el conocimiento
de la plenitud de Cristo.
Esto también implica que cada creyente está llamado a buscar con diligencia y atender ese ministerio de la Palabra. Es su sagrado llamamiento unirse a esa iglesia aquí en la tierra en la que se predique con más pureza la Palabra de Dios, y separarse de toda manifestación de la iglesia falsa. Nunca debe hablar con desprecio de la Iglesia, ni tener en poco el ministerio de la Palabra, o imaginar que puede crecer en la gracia igual edificándose a sí mismo en su casa. Pues es precisamente por medio del ministerio de la Palabra que Cristo habla y edifica a su Iglesia; y, a través de ese ministerio, en la comunión de los santos, él atrae a los suyos y ellos le siguen y vienen más cerca cada día.
Tal es el camino del crecimiento espiritual y del crecimiento
en la gracia. Camino que ha sido abandonado y casi olvidado por
la mayor parte de lo que se llama Iglesia en nuestros días,
acarreando con ello su propia destrucción. Es un camino
despreciado por miles de los que profesan ser cristianos. Mas,
a pesar de todo, es el único camino que existe. Y nosotros
convocamos a la Iglesia y a cada creyente particular a que vuelva
a él, para que ya no seamos como niños, fluctuantes
y llevados por todo viento de doctrina, sino que crezcamos en
aquel que es la Cabeza, esto es, nuestro Señor Jesucristo.
Está claro, pues, que nuestro ir a Cristo nunca queda terminado en esta vida. Siempre será sólo un pequeño principio de la nueva vida lo que tendremos en tanto que estemos en el cuerpo de esta muerte; siempre conocemos en parte, hasta que veamos cara a cara. El paso final de nuestro ir a Jesús no lo daremos hasta que la casa terrenal de este tabernáculo sea deshecha y entremos en nuestra casa de Dios, no hecha a mano, eternal en los cielos. Al otro lado de la muerte y del sepulcro nos espera el perfecto conocimiento y la semejanza de Cristo, en el dominio de la resurrección, donde él hará nuestros cuerpos mortales semejantes al suyo glorioso, y nos atraerá a sí mismo en eterna perfección por su Palabra final: «¡Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde antes de la fundación del mundo!» ¡Entonces seremos semejantes a él y le veremos cara a cara!